img_3898

(Ilustración  de M.S. de Frutos)*.

Un tiempo después de aquella experiencia traumática en la que casi fallezco al correr el Maratón de Madrid sin querer (leer aquí), decidí que tenía que hacer algo para ponerme en forma. No había vuelto a hacer deporte desde la adolescencia, acababa de cumplir los cuarenta y me sobraban unos cuantos kilos.

Por precaución, me hice un reconocimiento médico y una prueba de esfuerzo. El facultativo me dijo que había visto muertos en mejor forma que yo. Pero yo estaba seguro de que debajo de la capa de grasa se ocultaba una musculatura formidable que aún tenía mucho que demostrar. Solo era cuestión de sacarla a la luz.

Siguiendo su recomendación, inicié una dieta a base de ensaladas. La lechuga por sí sola tiene muy poca gracia, pero si le añades tomates, remolacha, queso, tiras de bacon, unos cuscurros de pan frito y una lata de callos con garbanzos, ya es otra cosa. Se puede comer sano y rico a la vez.

Me decidí a probar el CrossFit porque leí que es un tipo de entrenamiento en el que se trabaja la fuerza y resistencia de todo el cuerpo en poco tiempo, y pensé “esto va a ser lo mío”.

Aún conservaba el chándal de tactel de cuando iba al Instituto, de colores chillones. Debía haber encogido en estos años a pesar de no darle uso, porque me costó mucho embutirme en él. Tanto, que al agacharme para atarme los zapatos, la costura del pantalón que está a la altura de las nalgas se abrió como una cremallera. No tenía otro atuendo deportivo en casa y era tarde para ir a comprar uno, así que me puse un poco de cinta americana para taparlo y me fui al gimnasio.

Cuando llegué a la clase, a las ocho en punto de la tarde, el profesor estaba apuntando una lista en la pizarra:

-200 Squats.
-30 Wall Ball.
-20 Snatchs (AHAP).
-100 Push up.
-60 Pull up.
-10 Climbing rope.
-50 Box jump.
-Running 600m (sprint)

—Perdón, no sabía que también dan clases de inglés en el gimnasio —me disculpé—. ¿La sala de CrossFit dónde es?
—Ya estás en la sala de CrossFit —me contestó el profesor en tono condescendiente—. Vé a cambiarte de ropa, vamos a empezar enseguida.
—Ya estoy cambiado.
—Ah, muy bien —dijo mirándome de arriba a abajo—. Te lo voy a escribir en castellano para que vayas cogiendo el hilo.

-200 sentadillas.
-30 lanzamiento vertical de balón medicinal contra la pared.
-20 arrancadas con el máximo de peso posible.
-100 flexiones.
-60 dominadas.
-trepar por la cuerda 10 veces.
-50 saltos al cajón.
-carrera 600m (sprint)

—¡Madre mía! —exclamé—, ¿todo eso hay que hacerlo en esta semana?
—¿Cómo en esta semana? —dijo el monitor—. Esto hay que acabarlo hoy.

Después me explicó que cada uno debía hacerlo a su ritmo, intentando invertir el menor tiempo posible. Y efectivamente cada uno llevaba su ritmo, porque cuando yo iba por catorce sentadillas (de las veinte que pude hacer), los demás ya habían salido a correr los seiscientos metros.

El balón medicinal lo lancé cuatro veces. La primera de ellas a un metro escaso de altura. Las dos siguientes a una distancia progresivamente menor, y al agacharme para la cuarta, la costura del pantalón acabó de abrirse por completo a la vez que se me escapaba una sonora flatulencia. Las ensaladas no deben ser tan digestivas como dicen.

Pasé a hacer las arrancadas, que consisten en levantar una barra cargada con discos de hierro como hacen los de halterofilia. Probé a hacerlo con la barra y los dos discos más pequeños que había. La subí con tanto impulso, que al llegar arriba se me fue para atrás y yo con ella. Caí a plomo dándome un espaldarazo contra el suelo que aún me duele. Afortunadamente no había nadie en la sala.

Flexiones solo pude hacer dos, sin despegar la tripa del suelo. Y dominadas ninguna porque no llegaba a colgarme de la barra saltando. Así que intenté subir a pulso por la cuerda.

Mientras hacía las sentadillas había visto a los compañeros de la clase trepar por ella como los acróbatas del Circo del Sol, y no parecía muy difícil. Imitándoles, me embadurné las manos en un cajón de harina y comencé a trepar.

Arranqué con brío pero cuando iba por la mitad, a unos tres metros sobre el suelo, perdí todas las fuerzas de golpe y me di cuenta de que no podía subir más, pero tampoco podía bajar. Me quedé un rato colgado como una pata de jamón y pensé que iba a aparecer la máquina de Humor Amarillo que lanzaba balones y me iban a coser a pelotazos. Intenté hacer un último esfuerzo para seguir subiendo, pero lo único que conseguí fue balancearme de lado a lado del gimnasio como un botafumeiro, entre gruñidos, resoplidos y alguna que otra ventosidad.
Entonces apareció el encargado del gimnasio y me dijo:

—Oye, Tarzán, vete pensando en bajar, que vamos a cerrar. Son las once de la noche.

Como no me quedaba un gramo de fuerza para bajar a brazadas, me dejé deslizar por la cuerda dando un grito y despellejándome las palmas de las manos. Aterricé a los pies del encargado dándome un costalazo y me levanté sonriendo como si siempre me bajara así. Me fui al vestuario sin apenas poder respirar, con un lagrimón en cada ojo y las manos en carne viva, pensando que el CrossFit quizás no fuera lo mío.

Desde entonces, no puedo tocar ningún tipo de cuerda sin que se me revuelva el cuerpo. Bueno, las que van atadas a los chorizos sí que las puedo tocar; esas sí.

FIN.

Episodio 3: «El Rey del Pádel»leer aquí

https://www.safecreative.org/work/1901169650824-crossfit-con-garbanzos

Si te ha gustado, te agradeceré que me dejes tu comentario un poco más abajo. No es necesario registrarse. También puedes compartirlo en tus redes si te apetece 🙂.

*Visita el blog del ilustrador M.S. de Frutos: https://humorensutinta.wordpress.com/