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(Ilustración de Segundo Deabordo).

Cuando le llamé por teléfono para concertar la entrevista, me resultó extraña la forma en la que pronunciaba algunas consonantes. Más aún me sorprendió que no me diese la dirección de ningún tenebroso castillo ubicado en la Transilvania rumana, sino la de un piso situado en segunda línea de playa de una turística localidad de la Costa del Sol española. “Ni ajos ni crucifijos, por favor” fueron las únicas condiciones que impuso.

Allí me presenté en la fecha y hora acordada. Cuando se abrió la puerta del apartamento, yo esperaba encontrarme con la clásica e imponente figura ataviada con una capa. Pero quien me recibió fue un señor mayor de aspecto cansado. Vestía un chándal de tactel azul claro y zapatillas de andar por casa.

—Disculpe, creo que me he equivocado de puerta —me excusé.
—¿Es el periodista que viene a entrevistar al conde?
—Así es.
—Pues aquí me tiene. Sí, ya sé que esperaba otra indumentaria —dijo al ver mi cara de sorpresa—, pero desde que descubrí el chándal, no sé estar con otra cosa. La capa es mucho más elegante, de eso no hay duda, pero para vivir en un piso pequeño es un engorro porque te vas enganchando por todas partes.
—En eso tiene usted razón —contesté.
—Pase, por favor, no se quede ahí. Disculpe el desorden, pero no he recibido ninguna visita desde que me mudé. Siéntese donde vea hueco.
—Sobre esa cuestión quería preguntarle. ¿Cómo es que se ha decidido por un cambio de residencia tan radical?
—Pues por dos motivos, hijo. El primero, porque un castillo es demasiada casa para uno solo. Hay mucho que limpiar y yo ya no estoy para esos trotes. Por no hablar del dineral que se te va en calefacción —dijo cerrando los ojos y guardando silencio unos segundos.
—¿Y el segundo? —No me respondía—. Señor Conde… ¡Señor Conde!
—¿Eh? ¿Qué pasa? —Abrió los ojos dando un respingo—. Ay, me he quedado dormido. Ya me disculpará, es que todavía no me he hecho al nuevo horario. Antes dormía durante el día y “trabajaba” por la noche, como usted sabrá.
—No se preocupe. Le preguntaba por el segundo motivo de su traslado.
—¡Ah, sí! El sol. A causa de vivir en un castillo y no salir nada más que de noche, no me ha dado nunca el sol y tengo una osteoporosis muy acusada. Aparte de esta palidez que tanto me está costando quitarme. Mi médico, un reputado vampirólogo de Rumanía, me aconsejó que me trasladase a una zona con clima soleado. Y aquí me tiene.

—Yo tenía entendido que a los vampiros no les puede dar la luz solar…
—Eso es algo que nos hemos inventado para alimentar nuestra leyenda y parecer más siniestros, pero es completamente falso.
—¿Y echa de menos su tierra? —le pregunté.
—Pues la verdad que no demasiado. Quizás porque por aquí hay mucho paisano mío. Y por la gastronomía, claro. En España se come de maravilla. Por cierto, no le he ofrecido nada, ¿quiere usted tomar algo? Tengo sangre fresquita de los grupos A y B positivo.
—Eh… no, prefiero no tomar nada.
—¡Es una broma, hombre! Le puedo ofrecer un zumo de tomate, un vino tinto o un bitter kas.
—Todo de color rojo —observé.
—Vaya, pues es verdad, no me había dado cuenta.Será la costumbre. Ahora que lo pienso, creo que todo lo que compro en el supermercado es de color rojo: pimiento, tomate, carne roja, atún rojo, fresón, remolacha… Bueno, y la morcilla, que es negra pero ya sabe usted de qué está hecha —dijo guiñándome un ojo.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo al recordar que este buen hombre, a pesar del chándal y su aspecto fatigado, se había hecho muy popular por morder el cuello de inocentes y alimentarse de su sangre. Pareció adivinar lo que estaba pensando, porque se apresuró a tranquilizarme.

—No tema, que no le voy a hacer nada. Estoy recién desayunado. Además, mire —me dijo señalando un vaso de agua situado encima de una cómoda. Dentro había una dentadura postiza con grandes colmillos.
—No me diga que esa es su…
—Sí, hijo. Es uno de los inconvenientes de los horarios que llevaba antes. Ningún dentista trabaja por la noche, y acabé perdiendo todas las piezas.

En ese momento entendí por qué pronunciaba algunas consonantes de forma peculiar. Drácula ya no tenía dientes. Menuda exclusiva.

—Pero si quiere hacerme alguna foto, avíseme y me la pongo. Uno tiene una imagen que mantener.
—¿Una foto? O sea, que lo de que los vampiros no salen en las fotos ni se reflejan en los espejos, ¿también es falso? Pues vaya tinglado que se han montado ustedes. Nos tienen engañaditos.
—Bueno hombre, cada profesión tiene sus trucos —se excusó.
—Lo del ajo entonces también será un bulo.
—¡No, no, eso es cierto! Los vampiros no podemos ni ver el ajo. No digo que nos vaya a matar, pero solo con olerlo se nos pone el cuerpo del revés. El otro día entré a un bar a tomarme un vino y me pusieron de tapa unas patatas alioli. ¡No vea cómo me puse, malísimo! Y ahora que digo lo del bar, no me ha dicho si quiere tomar algo o no.
—Un zumo de tomate estaría bien.
—¡Voy volando!

Mientras Drácula se internaba en la cocina, aproveché para husmear un poco por el salón de su modesto apartamento. No vi nada que fuese destacable, salvo una amplia colección de películas que giraban entorno a su figura.

—La mayoría de ellas no valen un carajo —dijo entrando de nuevo al salón con dos vasos que contenían sendos líquidos rojos—. Son casi todas de serie B. Aunque hay una española que confieso que me hace mucha gracia. Brácula, creo que se llama.

Segunda exclusiva de la mañana: al Conde Drácula le gustaba el humorista Chiquito de la Calzada. Eso sí que no me lo esperaba.

Fui a tomar un sorbo del zumo de tomate, pero con la emoción de la primicia me atraganté y un poco del líquido se me vertió por la mandíbula y el cuello. En ese momento, a mi anfitrión se le inyectaron los ojos en sangre y se abalanzó sobre mí con una fuerza y velocidad sorprendentes para su aspecto físico. Comenzó a morderme el cuello con las encías desnudas como si fuese un cachorro de perro juguetón.

—¡Pare, pare… jajajajaja! ¡Me hace cosquillas, jajajajaja!
—¡Ay, lo siento! —se disculpó, sentándose de nuevo en su butaca—. No sé qué me ha pasado. Habrá sido un impulso, o la costumbre.
—No se preocupe, no me ha hecho daño —dije mientras me limpiaba las babas del cuello con un pañuelo.
—Si es que esto de tener más de quinientos años es una lata. Seré inmortal, pero cada vez tengo más achaques. Por no hablar de la cantidad de amigos y familiares que he visto morir.
—Ahora que menciona la familia… ¿tiene usted pareja? No se le ha conocido ninguna novia o mujer en todos estos siglos.
—Claro, si es que no me duran. Yo en la cama soy… bueno, era muy fogosito y me gustaba mordisquearlas por todas partes. Y claro, se me desangraban enseguida. Un desastre.
—Vaya, lo lamento. Si no es indiscreción, cuénteme, ¿cómo se gana la vida? Porque aunque se alimente principalmente de sangre, me figuro que tendrá otros gastos.
—Actualmente tengo dos fuentes de ingresos. Una es el alquiler de mi castillo, en Transilvania. Y la otra son los derechos de imagen. Todos los disfraces, películas, libros, muñecos y cualquier otra cosa que tenga que ver conmigo, me reporta beneficios. Aquí en España, por ejemplo, hay un helado con mi nombre cuyos derechos de imagen me permiten pagar este apartamento. Está riquísimo, por cierto. ¿No le parece?
—No puedo decirle, me temo que no lo he comido nunca. Una curiosidad, ¿sigue usted volando transformado en murciélago?
—Pues cada vez menos. Tengo los huesos muy delicados. Además los chavales de hoy en día están muy asilvestrados y en cuanto ven un murciélago, la emprenden a pedradas con él. El otro día casi me parten la crisma.
—Entiendo, no deben ser tiempos fáciles para un vampiro. Dígame, ¿conserva algún hábito más de su vida anterior en Rumanía? —quise saber.
—De vez en cuando, si no se me olvida la dentadura en casa como me ha pasado alguna vez, me pongo mi chándal, bajo al paseo marítimo y ataco a algún turista extranjero sorbiéndole la sangre hasta dejarlo como un trapo. También me traje mi ataúd, porque estoy hecho a él y soy incapaz de dormir en una cama normal. Pero por lo demás, me desprendí incluso de mi capa a pesar del cariño que le tenía. Se la regalé al que presenta todos los años las campanadas de Nochevieja aquí en España. Cómo se llama este muchacho…

Drácula cerró los ojos para concentrarse mejor e intentar hacer memoria. Al cabo de medio minuto comenzó a roncar profundamente. Me pareció que era un buen momento para concluir la entrevista, así que le coloqué por encima una mantita que había en el brazo del sillón, recogí mi grabadora y mi bloc de notas y salí del apartamento procurando no hacer ruido.

Antes de cerrar la puerta, eché un último vistazo a aquel mítico y temido monstruo devenido en vieja gloria cuasi retirada. Con su chándal de tactel, sus zapatillas de estar por casa y arropado con una manta, dormía plácidamente con la cabeza echada hacia atrás y su desdentada boca abierta.

Estuve tentado de entrar otra vez y hacerle una foto en esa tesitura, pero no fui capaz. “No vayamos a despertar a la bestia —pensé—, que el que tuvo, retuvo”.

—Hasta la vista, señor Conde —murmuré.

FIN.

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https://www.safecreative.org/work/1902059861313-entrevistas-monstruosas-el-conde-dracula

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