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(Ilustración de Segundo Deabordo).

Cuando le llamé por teléfono para concertar la entrevista, me sorprendió su tono de voz apagado y algo disperso. Me explicó que residía en Ingolstadt, la ciudad universitaria del sur de Alemania donde el doctor Víctor Frankenstein le había dado vida dos siglos atrás. Para mi fortuna, esos días casualmente se encontraba en Barcelona realizándose unas pruebas médicas en una conocida clínica. Esa misma mañana compré un billete de tren y a media tarde me presenté en el hotel en el que se alojaba.

Unos lentos y pesados pasos precedieron a la apertura de la puerta de la habitación.

—Buenas tardes, señor —saludé.
—Buenas tardes. ¿Qué desea?
—Venía para hacer la entrevista.
—¿Qué entrevista? —preguntó con cara de sorpresa.
—Hablé por teléfono con usted esta mañana, ¿no lo recuerda?
—¡Ah, sí, sí! Discúlpeme amigo, pero es que tengo menos memoria que una gallina. Sabe usted lo que dicen de las gallinas, ¿verdad?
—Creo que no. Ilústreme.
—Dicen que si colocas un plato de comida delante de una gallina y acto seguido la pones mirando para otro lado, al momento se le olvida el plato.
—Qué curioso, no lo sabía —reconocí.
—¿Que no sabía el qué?
—Lo de la gallina.
—¿Qué gallina?
—Nada, es igual. ¿Puedo pasar? Ya sabe, para la entrevista.
—¿Viene para que le haga una entrevista?
—No. El entrevistador soy yo, y vengo a entrevistarle a usted.
—Ah, sí. Ya me acuerdo. Pase, pase, por favor.

Apartó su enorme cuerpo y me permitió pasar al interior de la suite. Me señaló el sofá y me preguntó si quería tomar un café.

—Sí, gracias. Solo y sin azúcar, por favor —contesté—. Dígame, ¿suele venir mucho a Barcelona?
—Pues una vez al año, desde hace décadas. Los médicos ya conocen mi caso y me tratan bastante bien.
—No sabía que estuviera enfermo. ¿Qué le ocurre?
—¿A quién?
—A usted.
—Ah sí, claro. Uff, acabo antes si le cuento qué no me ocurre. ¡Menuda cruz me ha caído! Pero claro, la culpa la tiene quien la tiene… —dijo con cierto resquemor.
—Creo que no le estoy entendiendo.
—Pues que estas cosas pasan cuando a uno le fabrican usando despojos y cosiéndolos a tontas y a locas. Porque eso fue lo que hicieron conmigo. En vez de hacer una selección cuidadosa de miembros y órganos adecuados, me pusieron unos pies con juanetes, unas rodillas con artrosis, la columna de un espondilítico, codos de tenista, el páncreas de un diabético, el hígado de un cirrótico, los pulmones de un fumador y el cerebro del tonto del pueblo. Y todo por las prisas de terminar el experimento cuanto antes.

—Eso fue hace doscientos años. La Medicina  de entonces no estaba tan evolucionada como lo está ahora —apunté.
—¡Qué medicina ni medicina…! Lo mío no fue un acto médico; fue una chapuza. ¡Fíjese qué costurones más horribles tengo, ya podían haberle puesto un poco más de cuidado, coño! Perdóneme, amigo, es que cada vez que pienso en ello, me llevan los demonios. No le he preguntado, ¿quiere tomar un café?
—Sí, gracias. Sólo y sin azúcar, por favor. Y lo de la memoria, ¿también está relacionado con todo esto que me cuenta?
—Claro. Ya le digo que me pusieron la sesera de un completo idiota. Entre eso y la pérdida de sangre por no suturar correctamente los vasos sanguíneos, voy con la inteligencia justa para pasar el día. Y con menos memoria que una gallina. ¿Sabe lo que dicen de las gallinas, no?
—¿Lo del plato de comida?
—Ah, ya lo sabe.
—Me lo acaba de contar usted hace unos minutos.
—Joder, menuda tarde le debo estar dando. Déjeme por lo menos que le ofrezca un café. ¿Cómo lo quiere?
—Solo y sin azúcar, gracias. Hay una cuestión que siempre me ha generado curiosidad. ¿Qué motivo le lleva a cometer los crímenes?
—Anda que no he pensado yo en eso. Pues la verdad es que no lo sé. Otros colegas, como por ejemplo Drácula o el Hombre Lobo, atacan a sus víctimas para alimentarse de su sangre o de su carne. Pero yo no. Cuando me entra la ventolera, me pongo a andar con los brazos extendidos hacia delante, berreando como una cosa tonta. Y al primero que pillo le retuerzo el pescuezo como una bayeta.
—¿Quizás es una forma de manifestación del odio que lleva guardado hacia su creador, el doctor Frankenstein?
—No me nombre a ese papanatas, por favor. Y encima la gente, por error, me llama por su apellido —dijo negando con la cabeza.
—Es cierto. En realidad usted no es “Frankenstein”, sino “el monstruo, o mejor, la criatura de Frankenstein”.
—Monstruo, criatura, desecho, estropicio, chapuza, escafurcio… lo mismo da una cosa que otra. El caso es que tan rápido me crearon y tan rápido se desentendieron de mí, que no me pusieron ni nombre. ¿Qué les habría costado elegir uno, aunque fuese sencillo? No pido nada extravagante, con un Antonio o un José Luis me hubiese valido… —Hizo una pequeña pausa—. ¿De qué estábamos hablando?
—De su nombre.
—Ah, sí, es verdad. En fin, supongo que son cosas que ya no tienen remedio, no vale la pena fustigarse. Voy a prepararme un café, ¿quiere uno? —me preguntó poniéndose de pie.
—Sí, gracias. Solo y sin azúcar, por favor. Por cierto, sabía que era alto, pero la verdad es que en persona su estatura es impresionante.
—¡Esa es otra! Como me hicieron al tuntún, no se preocuparon de medir ni recortar bien las partes. Y así pasa, que mido casi dos metros y medio. Imagínese el viajecito en avión desde Múnich a Barcelona. Y encontrar ropa de mi talla es una odisea.
—Perdone la frivolidad, pero sospecho que mucha gente se preguntará si todas las partes de su cuerpo son igual de grandes, ya me entiende…
—Le he dicho antes que me pusieron el cerebro del tonto del pueblo, y ya sabe lo que dice el refrán…
—¿El de “todos los tontos, picha gorda”?
—Ese mismo. Se ve que a mi creador y su ayudante les hacía gracia el asunto y me pusieron un trasto de palmo y medio. Que ya me dirá usted para qué lo quiero, porque con este cuerpo y la vida que llevo… La tengo que llevar atada al muslo con una cuerda.
—Pues vaya. Perdone que se lo diga, pero más que miedo, da usted pena —me atreví a decirle—. No pensaba yo que la vida de un monstruo pudiera ser tan calamitosa.
—Así es, amigo. Pero bueno, no siempre lo llevo mal del todo. En mi casa suelo estar tranquilo. Los días que me entra el arrebato salgo a la calle, le troncho el pescuezo a dos o tres infelices y me quedo como nuevo. Lo que pasa es que aquí, en Barcelona, me tengo prohibido hacer daño a nadie y por eso me coge usted un poco alterado.
—Espero no haberle agraviado la tarde con mis preguntas, no era mi intención.
—No se preocupe, ahora me tomo una pastilla y me relajo un poco. Y hablando de tomar… ¿quiere usted tomar un café?
—Solo y sin azúcar, por favor. Pero no quiero molestarle más, le agradezco el tiempo que me ha dedicado. Si hay algo de lo que me ha contado que no quiera que refleje en la entrevista, dígamelo.
—¿Entrevista? ¿Qué entrevista?
—Nada, olvídelo. Yo ya me iba. Buenas tardes.

En el tren de vuelta a Madrid fui repasando las notas que había tomado durante la conversación con aquel achacoso y desmemoriado monstruo. Era triste y sorprendente saber que detrás de aquella imagen de gigante asesino se escondía un ser atormentado y enfermo.

Aquella noche no pegué ojo. No por lo truculento de la historia de la criatura de Frankenstein, sino por los cinco cafés que me había endiñado. Pero claro, a ver quién le dice que no a un gigante con ese pronto tan malo…

FIN.

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https://www.safecreative.org/work/1902260058410-entrevistas-monstruosas-el-monstruo-de-frankenstein

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