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(Ilustración de M.S. de Frutos).

Después de aquella nefasta experiencia en la pista de pádel (leer aquí), me interesé por la disciplina del Body Combat porque me dijeron que estaba basado en artes marciales. Como yo me crié viendo las películas de Chuck Norris y Steven Seagal, pensé “esto va a ser lo mío”.

El día que fui a probar la primera clase, me coloqué un kimono blanco que había comprado por internet. Venía sin cinturón, así que me puse el que usaba con el traje de la oficina. Y para darle un toque más profesional, me anudé una cinta en la frente. Me miré al espejo, entorné los ojos y adopté posición de ataque. Era la viva imagen de Karate Kid, quizás con unos kilitos de más. Pero eran kilos de pura fuerza y sabiduría.

Llegué a la sala donde se estaba realizando la clase y me paré a observar a través del cristal. Lo primero que aprecié es que allí nadie iba con kimono, sino en pantalón corto, camiseta de tirantes y guantes. Aquella gente no respetaba las tradiciones. Lo segundo que me resultó curioso es que daban patadas y puñetazos al aire, como si la otra mitad de los alumnos (los que reciben los golpes) se hubieran quedado en casa. Y lo hacían al son de una música más propia de una discoteca que de una disciplina oriental.

Al cabo de un rato, el monitor reparó en mí y salió a buscarme. Me miró un par de veces de arriba a abajo y me dijo:

—¿Quieres entrar a probar?
—¿Tengo que pegar a alguien? —pregunté.
—No.
—¿Me van a pegar a mí?
—Tampoco.
—Entonces, ¿por qué lleváis guantes?
—¿Vas a entrar o no? —se impacientó.

Entré, saludé a los presentes juntando las palmas de las manos e inclinando el tronco y me coloqué al fondo de la sala.

El ejercicio que había que hacer consistía en pegar puñetazos al aire con una mano y luego con la otra. El monitor dijo que nos podíamos imaginar que teníamos a nuestro jefe delante para motivarnos y así sacudir bien fuerte. Levanté la mano.

—¿Qué quieres? —preguntó el monitor.
—Que yo no tengo jefe, Maestro —dije—, soy autónomo.
—Pues imagínate lo que quieras. Y no me llames Maestro, que esto no es una clase de Karate.

Después vino otro ejercicio que se trataba de lanzar patadas a lo alto. El monitor hizo una demostración alzando la pierna y dando un grito muy fuerte, como en las películas de chinos. Volví a levantar la mano.

—¿Qué quieres ahora?
—¿Tenemos que gritar nosotros también?
—Lo que tú quieras —dijo—. Haz lo que tú quieras.
—Vale, Maestro.
—¡Que no me llames Maestro, coño!

Cuando el profesor dio la orden, cogí impulso y lancé una patada mortal. Mortal para mí, porque la pierna no subió más de dos palmos pero a mí me dio un chasquido en la parte de atrás del muslo que me dolió como si un domador de fieras me hubiese arreado un latigazo. Grité como un chino, pero de dolor. Me caí al suelo agarrándome la pierna y revolcándome como había visto hacer a los futbolistas en la tele.

El monitor paró la música y vino a mi lado con cara de pocos amigos.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
—Un tirón, Maestro… me ha dado un tirón —contesté entre gemidos.
—Lo que tienes que hacer es estirar—aseguró mientras me levantaba la pierna con decisión.

Sentí otro chasquido, aún más fuerte, y volví a chillar como un conejo. Se me nubló la vista y creo que llegué a perder el conocimiento.

Entre el monitor y varios alumnos me ayudaron a ponerme en pie y, envuelto en mi kimono y en un sudor frío, me metieron en un taxi que me dejó en el portal mi casa.

El ascensor no funcionaba, así que no tenía más remedio que subir andando. Cuando levanté la pierna en el primer escalón, me dio otro pinchazo terrible, así que estuve un rato probando diferentes posturas para poder superar las escaleras. La única forma que encontré de hacerlo sin dolor fue tumbarme boca abajo y avanzar reptando muy lentamente, como un camaleón.

En mitad del recorrido, me crucé con un vecino que salía a tirar la basura. Me miró con cara de incomprensión, sin decir nada. Cuando regresó, minutos más tarde, mi kimono y yo seguíamos prácticamente en el mismo sitio.

—¿Necesitas ayuda? —me preguntó.
—No, no. Estoy entrenando —mentí—. Es una técnica oriental de acercamiento sigiloso al enemigo.

Se me quedó mirando unos segundos en silencio, siguió subiendo la escalera y se metió en su casa. Cuarenta y cinco minutos después yo había llegado a la mía. Nunca me alegré tanto de vivir en un primero.

A la mañana siguiente, completamente cojo, me miré en el espejo y vi que tenía la parte de atrás del muslo del color de una berenjena (sin pelar). Llamé a un taxi para que me llevase a urgencias. No podía permitirme tardar otra hora y media en bajar las escaleras hasta la calle, así que opté por ponerme el casco de la moto, tumbarme en paralelo a los escalones y dejarme rodar por ellos.

Quiso Dios, o la suerte, que en ese trance me volviera a cruzar con el mismo vecino, que venía de comprar el pan.

—No me lo digas —dijo con sorna—: una técnica milenaria de huida de situaciones de peligro.

En el hospital me diagnosticaron una rotura fibrilar de segundo grado en el bíceps femoral. Yo pensaba que ese músculo solo lo tenían los futbolistas. Un mes de baja y otros dos meses más sin volver a pisar el gimnasio.

Quizás el Body Combat no va a ser lo mío…

Por cierto, vendo kimono de segunda mano, sin apenas uso. El cinturón no está incluido.

FIN.

Episodio 5: «Al infierno se llega en piragua». (leer aquí)

https://www.safecreative.org/work/1903060156146-body-combat-patada-mortal

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*Visita el blog del ilustrador M.S. de Frutos: https://humorensutinta.wordpress.com/