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(Ilustración  de Segundo Deabordo)

Érase una vez un pueblo llamado Hamelin. Su Ayuntamiento acumulaba una deuda tan grande que no podía pagar algunos de los servicios que tenía contratados, entre ellos la empresa de recogida de residuos. Como consecuencia, las bolsas de basura se amontonaban por todos los rincones de la localidad y centenares de ratas gordas como terneros campaban a sus anchas atemorizando a los habitantes y mordisqueando el mobiliario urbano.

Una mañana, el teniente de Alcalde se presentó alarmado en el despacho del primer edil.

—Alcalde, tenemos que hacer algo. Las ratas ya no se limitan a asustar y morder a los vecinos. En lo que va de semana se han comido a cuatro abuelos. De uno de ellos no han dejado ni la boina.
—Mira el lado positivo, Manolo: cuatro pensiones menos que hay que pagar. Yo no sé por qué demonios se empeña la gente en vivir tantos años, con el gasto que supone. ¿Y sabes quién tiene la culpa? Esos malditos programas de televisión que no paran de dar consejos de salud y vida sana. No hay abuelo que no tenga en su casa las dichosas maquinitas de medir la tensión y el azúcar.
—Bueno, pero algo habrá que hacer, Alcalde. Los vecinos están muy irritados con el asunto, y dentro de poco hay elecciones.
—Te conozco, Manolo. Has venido a proponerme algo. A ver, suéltalo.
—Me han hablado de un chaval del pueblo que al parecer tiene la virtud de hechizar a los animales con su flauta. Quizás nos pueda solucionar el problema.
—Pero… ¿a qué se dedica?
—A tocar la flauta.
—Digo que en qué trabaja.
—Pues eso, toca la flauta.
—Joder, hay gente para todo.

El Alcalde no confiaba mucho en esa idea, pero como no tenía otra alternativa mejor, se montó en su coche oficial y se personó en casa del flautista para pedirle que intentara acabar con aquella terrible plaga. El joven aceptó el encargo y acordaron unos honorarios.

Ese mismo día, el flautista se situó en la plaza del pueblo e hizo sonar su instrumento mientras caminaba por las calles. Como por arte de magia, las ratas comenzaron a seguirle seducidas por la música, formando una larguísima cabalgata. Al llegar al río, el músico lo cruzó sin dejar de tocar aquella melodía y todos los roedores se ahogaron en sus aguas.

Los vecinos se pusieron muy contentos; ¡la plaga había sido exterminada! Para celebrar el éxito, el Ayuntamiento contrató la orquesta más cara de la comarca y un buen espectáculo de fuegos artificiales.

La mañana siguiente, el flautista acudió al despacho del Alcalde para recibir los honorarios pactados.

—¿Dices que vienes a cobrar? Pues eso no va a ser posible, al menos de momento —sentenció el edil.
—¿Y eso por qué?
—Porque no hay dinero. Estamos al borde de la quiebra.
—¿Y los de la pólvora y la orquesta de anoche?
—Esos tampoco van a cobrar.
—Entonces, si sabía que no nos iba a poder pagar, ¿por qué nos contrató?
—Mira, hijo, yo como Alcalde tengo que hacer lo que sea mejor para el pueblo.
—Pero es que yo también soy parte del pueblo.
—Ese es tu problema, no el mío.
—Esto no va a quedar así. Os vais a arrepentir. —El flautista abandonó el despacho dando un portazo.

El teniente de Alcalde, que había presenciado la conversación sin abrir la boca, dijo entonces:

—Alcalde, creo que deberíamos pagar a este hombre. Se lo merece.
—Tienes razón. Se me está ocurriendo una idea, Manolo. Podríamos renunciar a la subida de sueldo que nos hemos adjudicado y hacer frente al pago con ese dinero. Sería además un buen gesto de cara a los vecinos.

Ambos se quedaron unos segundos mirándose a la cara, muy serios. El Alcalde no pudo aguantar más y estalló en una carcajada.

—Joder, Alcalde —rió aliviado su ayudante—. Por un momento pensé que me estabas hablando en serio.
—Lo siento, Manolo. No he podido evitarlo. ¡Jajajajaja!

Esa misma tarde, el flautista se situó de nuevo en el centro de la plaza del Ayuntamiento dispuesto a llevar a cabo el macabro plan de venganza que había urdido: tocaría con su flauta una melodía hechizante para lograr que todos los niños del pueblo lo siguieran hasta el río y así correr la misma suerte que las ratas.

Pero, justo cuando se llevaba la flauta a los labios, se le acercó un policía municipal.

—Disculpe caballero, ¿tiene usted permiso del Ayuntamiento para tocar en la calle?
—¿Cómo? ¿Permiso? ¿Desde cuándo hace falta un permiso para tocar en la calle?
—Desde esta misma tarde. El gabinete del Alcalde nos ha remitido la ordenanza hace escasas horas.
—¿Y qué pasa si lo incumplo?
—Pues que le tendría que denunciar y se enfrentaría a una multa de seiscientos euros.

Desde la ventana de su despacho, el Alcalde de Hamelin y su “mano derecha” observaban la escena satisfechos. Vieron cómo  el flautista obedecía al agente y se marchaba maldiciendo y haciendo aspavientos.

—Joder, Alcalde. Aquí sí que has estado fino con lo de la ordenanza.
—Ya son muchos años en el cargo, Manolo —se jactó.
—Ya veo, ya. Pero dime una cosa. Si seguimos sin pagar a la empresa de recogida de residuos, las basuras continuarán acumulándose y pronto tendremos el pueblo infestado de ratas de nuevo. Y al flautista ya no le vas a poder engañar otra vez.
—No te preocupes, que está todo pensado. ¿Sabes quién va a pagar lo que le debemos a la empresa de recogidas?
—No te sigo…
—Pues los de siempre, Manolo, los de siempre. En el próximo pleno aprobaremos la implantación de una tasa municipal de recogida de basuras. A cargo del contribuyente, por supuesto.
—Un día dejarán de votarnos por cosas como esta. Lo sabes, ¿verdad?
—Ese día, si es que llega, yo tendré la vida resuelta. Me deben varios favores. Y si no, ya me colocará el partido en otro cargo.
—¿No te preocupa lo que puedan pensar los vecinos de ti?
—Hombre, ahora que lo dices…
Los dos hombres se miraron a la cara en silencio, con gesto serio. Ambos hacían el esfuerzo de no ser el primero en reirse.

FIN.

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