IMG_4019

(Ilustración de Segundo Deabordo)

Cuando le llamé para concertar la entrevista, la breve conversación telefónica que mantuve con él me dejó completamente confuso. Me dio una fecha y una dirección, pero no me quedó claro si le parecía bien que le entrevistase o no.

—Estaré encantado de recibirle, caballero… ¡Váyase al carajo, imbécil! —Fueron sus últimas palabras antes de colgar.

El caso era bien conocido: A finales del siglo XIX, el doctor Jekyll, un científico cabal y distinguido, había descubierto una inquietante poción. Le bastaba con ingerir un pequeño trago de ella para convertirse en Mr. Hyde; un ser mezquino, despreciable y lleno de maldad. Lo que yo no sabía es que, años después de aquel hallazgo, estos cambios de personalidad le sobrevenían constantemente, sin necesidad de tomar dicha poción y de forma totalmente imprevisible. Una bomba de relojería.

Me presenté en su apartamento, situado en el centro de una ciudad inglesa de cuyo nombre prefiero no acordarme. Pulsé el timbre y al momento abrió la puerta un caballero elegantemente vestido con un traje de corte decimonónico, complementado con sombrero, bastón y monóculo. Su aspecto y maneras eran extremadamente refinados.

—Buenas tardes. ¿Doctor Jekyll o…? —Era más una pregunta que un saludo.
—Sí, soy yo. No tenga miedo, me coge usted en buen momento —me contestó adivinando mi temor. Señaló al interior de la vivienda con su bastón—. Pase, por favor.

Me condujo a lo que parecía ser el salón. Y digo parecía porque aquella estancia estaba patas arriba: mesas y sillas volcadas, cuadros rotos, libros y papeles esparcidos por el suelo, un sofá chamuscado…

—¡Madre mía! —exclamé—. ¿Quién le ha hecho esto? ¿Le han robado?
—No, en absoluto. He sido yo… Bueno, él. Es decir, yo, pero transformado en él —confesó resignado.
—Vaya por Dios. Pues sí que tiene mal genio. No usted, sino el otro usted.
—A mí me lo va a decir. No gano para muebles. Ya he perdido la cuenta de las casas de las que me han, o nos han echado. Quién me mandaría a mí inventar aquella maldita poción con la que empezó todo…
—Hábleme de ello. Tengo entendido que buscaba una fórmula que separase completamente sus dos personalidades: la primera sería el impecable y respetado doctor Jekyll, y la segunda reuniría los deseos malignos y pulsiones carnales de los que usted se avergonzaba, convirtiéndolo en Mr. Hyde. ¿Es cierto?
—Eso es lo que declaré en su día, pero no fue exactamente así. Si le digo la verdad, yo lo que andaba buscando es la fórmula de eso que ahora llaman Viagra. Ya sabe, la pastillita que te pone el “asunto” como el mango de un martillo. Pero claro, cómo iba a decir eso en público. La milonga de la separación de personalidades quedaba mucho más científica y sofisticada. Lo que ocurrió fue que el experimento se torció y acabó en lo que ya sabe. Fue un descubrimiento totalmente casual.
—Caramba, pues tiene usted engañado a medio mundo…
—Si le consuela, en el pecado llevo la penitencia, como dice el refrán. Al principio, la situación era controlable. Solo me transformaba en Mr. Hyde cuando tomaba la poción. En ese lapso de tiempo, aprovechaba para dar rienda suelta a mis instintos más primarios… ¡Menudas fechorías y desaguisados realizaba! Después volvía a tomar otra dosis para reconvertirme en Jekyll. Pero con el paso del tiempo, estas metamorfosis se presentaban incluso sin ingerir la poción y cada vez más frecuentemente. No se imagina lo que es eso, ni lo que puede acarrear.—Póngame un ejemplo, si no es mucho pedir.
—Por supuesto. Pero antes permítame su abrigo y tome asiento, por favor.

Me senté en una butaca mientras mi anfitrión colgaba mi gabardina en un vetusto perchero. Cuando se volvió de nuevo hacia mí, la expresión de su cara había cambiado por completo.

—¡Levántese ahora mismo de ahí, saco de pulgas infesto! —gritó desencajado con voz de ultratumba.
—Disculpe, le había entendido que podía sentarme…
—¡Fuera de mi casa, basura inmunda! ¡Fuera! ¡Fuera!
—Pero, señor…
—¡Que se vaya! —Me amenazaba blandiendo su bastón.

Asustado, me levanté del asiento y me dirigí a toda prisa hacia la puerta. Cuando estaba a punto de salir escuché otro grito, pero esta vez con un tono de voz suplicante.

—¡Espere! ¡No se marche, por favor! —Su semblante mostraba ahora una mueca de arrepentimiento—. Discúlpeme, no era yo quien le hablaba. Me temo que ya ha conocido a Mr. Hyde.
—¡Caray! —resoplé recuperando el aliento—. No pensaba yo que los cambios de personalidad se le presentaban de forma tan repentina.
—Lo lamento de veras. A esto precisamente me refería cuando le hablaba de lo difícil de mi circunstancia.
—Me iba a poner un ejemplo de ello —le recordé.
—Sí. Pero primero tome asiento de nuevo, por favor. —Obedecí y le dejé continuar—. Pues mire, la primera vez que me transformé en Mr.Hyde sin haber tomado la poción fue desempeñando mi antigua profesión de médico y cirujano. Estaba realizando una intervención sencilla: la amputación del dedo índice de un operario que se lo había aplastado con una prensa. Todo iba bien y estaba a punto de concluir, pero de pronto me entró una cosa por el cuerpo que me hizo coger otra vez la sierra y ¡ras, ras, ras! Comencé a amputarle dedos, manos, brazos, piernas… Vamos, que lo dejé como para echarlo al cocido.
—¿Qué me dice? —exclamé sobrecogido.
—Como lo oye. Afortunadamente para mí, el hospital encubrió el crimen. Pero tuve que abandonar el ejercicio de la Medicina.
—Entiendo. Supongo que se buscaría un oficio con menos peligro.
—Pues eso es lo que intenté, pero no fue nada fácil. Cuando menos lo esperaba, me convertía en Mr. Hyde y cometía alguna barbaridad. Como cuando trabajé de carnicero…
—No sé si quiero saberlo.
—Comprenderá mejor mi desdicha si se lo cuento. Verá, gracias a mis conocimientos de anatomía, me contrataron de ayudante en una carnicería del barrio. Dos veces por semana, una clienta quisquillosa acudía a comprar y siempre pedía lo mismo: “cuatro filetes de ternera, que sean muy finos”. Yo me esmeraba para que saliesen lo más finos posible, pero a ella nunca le satisfacía . “A ver si aprendes a cortarlos bien”, me reprochaba. Hasta que un día Mr. Hyde se apoderó de mí. Cuando iba por el segundo filete, vi que la señora se disponía a abrir la boca para recriminarme. Salté el mostrador, cuchillo en mano, y le corté una oreja. Así, por las buenas. Y no sólo eso; los otros dos filetes que quedaban se los corté bien gordos, para que se fastidiase. Lógicamente, me echaron de la carnicería y desde entonces he pasado por más de una veintena de trabajos, todos con parecida fortuna.
—Pues sí que es una faena. Y actualmente, ¿a qué se dedica?
—Ahora mismo soy vigilante del zoológico municipal. Llevo tres semanas y no va mal la cosa. Pero bueno, si un día ve en las noticias que los leones se han escapado inexplicablemente y se han comido a una familia, ya sabe quién estará detrás de ello —dijo con una sonrisa triste—. Y hablando de comer… Perdone usted mi despiste, no le he preguntado si desea tomar algo. ¿Le apetece un té?

—Sí, gracias.

Le escuché cacharrear en la cocina y pasados unos minutos regresó con una tetera humeante, dos tazas y un plato con pastas. Sorbí un trago del té —realmente bueno— y me dispuse a probar una de las galletas. En ese momento, el doctor Jekyll —o Mr. Hyde, o la madre que lo parió— me propinó un bastonazo tremendo en la mano.

—¡Deje esa galleta ahí, maldito zampabollos! —rugió como un energúmeno.
—Disculpe, yo solo quería…
—¡Aquí no se viene a gorronear! —Me arreó otro bastonazo, esta vez en el hombro.
—¡Aaayyy! —grité de dolor—. ¡Que me ha hecho muchísimo daño!
—¡Fuera de aquí, rata de alcantarilla! ¡Márchese! ¡Fuera!

Me levanté, tomé mi abrigo del perchero y me dispuse a abandonar de inmediato aquella casa de locos. Pero mi anfitrión se interpuso en mi camino.

—¡No, por favor! ¡No se vaya! —suplicó con cara de cordero degollado—. Discúlpeme. No era yo, ha sido el maldito Mr. Hyde otra vez. Le pido disculpas, estoy avergonzado.
—Está bien, no me marcharé aún. —Consiguió que me ablandase—. Pero vamos a ir concluyendo la entrevista.
—Siéntese de nuevo, por favor —me rogó.
—De eso nada. Me quedaré al lado de la puerta.
—De acuerdo.
—Quería preguntarle por su vida sentimental, pero no quiero remover su pasado más de la cuenta.
—No se preocupe, no me molesta hablar de ello. Además, tampoco hay mucho que contar. Hace algunas décadas contraje matrimonio con una hermosa muchacha, pero la cosa duró poco.
—¿Se separaron?
—No exactamente. Durante el banquete de boda, en el mismo momento de cortar la tarta nupcial, me transformé de golpe en Mr. Hyde. Me pilló con la espada en la mano, así que hágase a la idea… allí no quedó vivo ni el cocinero. Menuda escabechina hice.
—¡Madre del amor hermoso! Me está dejando usted de piedra.
—Aún conservo un recuerdo de aquel día —continuó—. ¿Le gustaría verlo?
—No serán las fotos de la matanza…
—No, no tema. Además, el fotógrafo tampoco salió con vida —dijo encogiéndose de hombros y alzando las cejas—. Espéreme un momento, voy a buscarlo.

El doctor Jekyll desapareció por un pasillo sorteando los objetos que estaban desperdigados por el suelo. Aproveché mientras tanto para tomar unas notas en mi libreta.
De pronto, escuché unos pasos apresurados y un alarido espeluznante. Jekyll —o más bien Mr. Hyde— se dirigía hacia mí con la mirada desorbitada, el rostro desencajado y blandiendo la espada nupcial.

—¡Vas a morir, sabandija asquerosa! ¡Te sacaré las tripas y te cortaré esa cabeza de cucaracha repugnante!

Afortunadamente me encontraba al lado de la puerta, lo que me permitió escapar ileso y no acabar mi existencia trinchado como un pavo. Bajé las escaleras del inmueble corriendo como alma que lleva el diablo, mientras escuchaba las blasfemias e improperios de aquel loco.

—¡No huyas, cobarde gallina ponedora! ¡Te rebanaré el pescuezo de un solo tajo! ¡Vuelve aquí, maldita alimaña! ¡Vuelve!

Me costó varios días y muchas más noches recuperarme de aquel episodio. Aún padezco pesadillas en las que el doctor Jekyll, o su alter ego Mr. Hyde, me persigue espada en mano poseído por una ira incontenible con intención de hacerme picadillo.

Por cierto, hablando de picadillo… les aconsejo que cuando vayan a la compra, no se les ocurra decirle al carnicero cómo tiene que cortar los filetes.

FIN.

Para leer más Entrevistas Monstruosas pincha aquí.

Si te ha gustado, te agradeceré que me dejes tu comentario un poco más abajo. No es necesario registrarse. También puedes compartirlo en tus redes si te apetece 🙂.

https://www.safecreative.org/work/1905080840715-entrevistas-monstruosas-el-dr-jekyll-y-mr-hyde