IMG_4054

(Ilustración de Segundo Deabordo)

Blancanieves, Rapunzel, La bella durmiente, La princesa y el sapo… Son muchos los cuentos clásicos protagonizados por jovencitas que llaman la atención por su belleza, ¿verdad? Pues esta vez no. Si en algo destacaba la protagonista de esta historia, era por ser poco agraciada. Muy poco agraciada. Tirando a fea. Buena persona, sí, eso no se discute. Pero era muy fea, qué le vamos a hacer. Además, fumaba como un carretero —por eso la llamaban Cenicienta— y le olía el aliento como si se hubiera comido una rata que también fumase.

Su padre —bastante feo también— había enviudado años atrás y volvió a casarse con una señora que tenía dos hijas de un matrimonio anterior. Las tres eran muy soberbias y trataban a Cenicienta con gran desprecio.

La situación empeoró cuando el padre falleció de una manera muy estúpida: se perforó el bulbo raquídeo intentando comerse el último trozo de un pincho moruno. A partir de ese incidente, Cenicienta se convirtió en la sirvienta de la casa. Se hacía cargo de todas las tareas domésticas, mientras la madrastra y sus hijas se dedicaban a visitar tiendas a costa de la fortuna heredada del difunto.

Un día, una señora muy acaudalada del pueblo organizó una gran fiesta con el objetivo de emparejar a su único hijo, que a sus treinta y cinco años seguía viviendo en casa de sus padres sin oficio ni beneficio. O, como se suele decir, a la sopa boba.

La noticia llegó a oídos de la madrastra y a esta se le hizo la boca agua imaginando a cualquiera de sus dos hijas casada con el muchacho. Cenicienta, que no había conocido varón hasta la fecha, también se enteró del acontecimiento y le pidió a la madrastra permiso para asistir.

—Me gustaría ir a la fiesta.
—¿Has fregado?
—Sí.
—¿Has planchado?
—Sí.
—¿Y has sacado brillo a la cubertería?
—Ehhh… no, eso no.
—Pues ya tienes tarea.

Madre e hijas se pusieron sus mejores galas y se marcharon al evento. Cenicienta se quedó en casa, llorando desconsoladamente. Tanto y tan fuerte lloraba, que una vecina curiosa se asomó por la ventana.

—¿Qué te ocurre, Cenicienta? ¿Puedo hacer algo por ti?
—Yo… sniff, sniff… Quiero ir al baile que van a celebrar en el pueblo y que el hijo de los anfitriones se enamore de mí.
—Lo primero lo veo fácil. Lo segundo… a ver cómo te lo digo de forma suave…
—No hace falta que me lo digas. Ya sé que soy fea.
—¡No, mujer! No eres fea, eres… Eres… Bueno, sí. Eres muy fea, para qué lo vamos a negar. Pero conozco a alguien que puede ayudarte.

La vecina le explicó que una prima suya trabajaba de esteticista en un programa de televisión en el que cogían a gente poco agraciada y conseguían que pareciesen —insisto, pareciesen— medianamente guapos. La hicieron venir a casa y sin más demora se puso manos a la obra. A base de postizos, implantes y varias capas de maquillaje, logró dejar a Cenicienta bastante apañada.

—Escucha, nena —le advirtió la prima—. Este maquillaje te va a durar como mucho cuatro horas. Ahora son las ocho, así que calcula.

Después le puso un vestido estupendo y unos zapatos de cristal. Iba hecha toda una princesa.

—¡Muchas gracias! —exclamó Cenicienta abalanzándose sobre ella para abrazarla.
—Una cosita más… —dijo la prima apartándola y arrugando la nariz—. ¿Vas a ir en coche?
—Sí.
—¿Y tienes un ambientador?
—Sí. De frutos rojos.
—Pues enjuágate la boca con él, bonita. Y que tengas suerte.

Haciendo caso de los consejos de la esteticista, Cenicienta se montó en su coche y se presentó en la fiesta. Nadie, ni siquiera la madrastra o sus hijas, la reconoció debido a la cantidad de pintura que llevaba encima.

En cuanto la vio entrar, el adinerado joven se encaprichó de ella y se pasaron la noche conversando y bailando muy arrimados. Fue todo un flechazo.

Pero al filo de la medianoche, tal y como había predicho la esteticista, Cenicienta notó que la costra de maquillaje que ocultaba su verdadero rostro se le empezaba a cuartear.

—¡Lo siento, tengo que marcharme! —gritó mientras salía a toda prisa hacia el coche para regresar a su casa.

El muchacho corrió a buscarla, pero no llegó a tiempo. Solo pudo recoger uno de los zapatos que Cenicienta perdió en la huida.

Al día siguiente, el mozo se puso tan pertinaz, que convenció a su madre para ir casa por casa haciendo que todas las jóvenes se probaran el zapato de cristal, buscando a la que le encajase a la perfección para prometerse con ella.

Después de recorrer casi todo el pueblo, no habían encontrado aún a la muchacha deseada. La madre estaba perdiendo la paciencia.

—¿Tú estás seguro de que la chica llevaba puesto este zapato?
—Que sí, mama, que sí.
—Pues hijo, yo le veo que tiene una forma muy rara. Si es que no parece un zapato.

La última casa que visitaron fue la de Cenicienta. Al llegar, la madrastra intentó que el zapato le encajase a alguna de sus dos hijas por la fuerza, pero no hubo manera. A punto estaban de marcharse, cuando apareció Cenicienta —en su estado natural, sin maquillar— y abalanzándose sobre el muchacho dijo:

—¡Trae aquí ese zapato!

Cuando se quitó la alpargata que calzaba, dejó al descubierto un pie que no parecía de una persona. Era un pie plano, o desparramado, con juanete, espolón, unos dedos en martillo, otros en garra, unos callos como pezuñas y las uñas como un águila imperial. El joven se puso pálido y su madre se llevó la mano a la boca reprimiendo una arcada.

Para sorpresa de todos, el zapato de cristal encajó a la perfección. Cenicienta sonrió mostrando sus dientes grises por el tabaco y, con la emoción al borde del llanto, dijo:

—Entonces… ¿nos vamos a casar?

El muchacho miró a su madre con una cara que era mezcla de angustia, asco y súplica.

—Por supuesto que sí —dijo ésta—. Vamos a ir un momento al coche a coger los anillos para formalizarlo.

Madre e hijo salieron a la calle. Al cabo de unos segundos se escuchó un motor de coche que arrancaba a toda velocidad haciendo chirriar las ruedas. Nunca más se supo de ellos.

P.D.: Sé que ustedes, que tienen buen corazón, deseaban un final feliz para la desdichada Cenicienta. Pero ya les había advertido que la muchacha era muy fea —tanto o más que sus pies— y el mundo es a veces un lugar demasiado cruel.

Mírenlo por el lado positivo: ninguna perdiz fue sacrificada al acabar esta historia.

FIN.

Para leer más Cuentos en Escabeche, pincha aquí.

Si te ha gustado, te agradeceré que me dejes tu comentario un poco más abajo. No es necesario registrarse. También puedes compartirlo en tus redes si te apetece 🙂.

https://www.safecreative.org/work/1906121141020-cuentos-en-escabeche-cenicienta