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(Ilustración de M.S. de Frutos)

Pocos días después de aquel frustrado intento de convertirme en strongman (leer aquí), mis compañeros de la oficina me convencieron para ir a esquiar con ellos. Yo nunca había pisado la nieve, pero como es un deporte que se hace cuesta abajo y no supone mucho esfuerzo, pensé “esto va a ser lo mío“. Me recomendaron que contratase unas clases, pero me pareció que era una tontería gastarse el dinero en que un profesor te diga cómo tienes que deslizarte por una pendiente. Aquello no podía ser tan difícil.

Llegamos al hotel de la estación el viernes por la tarde y esa noche salimos a tomar unas copas. La mañana siguiente, después de ingerir un buen desayuno, me prestaron un traje de esquiar de una sola pieza que me estaba bastante ajustado. Tanto, que tuve que quitarme la camiseta y los calzoncillos para poder abrochármelo. Cuando lo conseguí no podía juntar una mano con otra, pero para agarrar los bastones era suficiente. Salimos del hotel y nos dirigimos a las pistas. El día estaba despejado, era el presagio de una buena jornada.

Mis compañeros insistieron en que me quedase en las pistas verdes, las más fáciles, pero eso era para los cobardes. Yo no había llegado hasta allí para perder el tiempo con los principiantes, así que me monté en el telesilla que conducía a las pistas rojas, reservadas para esquiadores expertos.

Arrullado por el sol, la falta de sueño por haber trasnochado y el traqueteo del remonte, me quedé dormido en el trayecto. Desperté hora y media más tarde tiritando de frío y con la cara cubierta de escarcha. Calculé que había dado entre ocho y diez vueltas completas al recorrido del telesilla. Al culminar la siguiente ascensión intenté apearme, pero tenía las piernas tan entumecidas que no me dio tiempo a bajar y tuve que esperar otra vuelta más.

Por fin logré pisar tierra firme. Estaba congelado como un filete de merluza, pero afortunadamente había preparado una mochila con un avituallamiento adecuado para soportar las bajas temperaturas. Me bebí un termo de chocolate caliente y me comí un bocadillo de chorizo con queso, dos pastelitos Pantera Rosa y una mandarina. Después me ajusté las botas y me encajé los esquíes, con bastante dificultad debido a la tirantez del traje. Cuando por fin lo conseguí, me acerqué hasta el inicio de la pendiente, dispuesto a lanzarme por ella y demostrar a mis compañeros que no era necesario recibir clases para dejarse deslizar por una cuesta. Y entonces ocurrió.

Quizás fue por las copas de la noche anterior, por el desayuno del hotel, por el frío que llevaba metido en los huesos, por el almuerzo que acababa de zamparme o por todo a la vez. El caso es que me sobrevino un retortijón terrible, implacable, de los que te anuncian que no hay posibilidad de retención. “Bueno, pues ya está. Me cago encima”, pensé. Pero luego recordé que el traje que llevaba no era mío, así que solté los bastones, me quité rápidamente los guantes y la mochila, me desabroché el traje y lo bajé hasta las rodillas con el tiempo justo para agacharme y vaciar el intestino, todo ello acompañado de unas sonoras ventosidades. Esperé algunas contracciones más hasta que estuve seguro de que la evacuación había finalizado y entonces miré a mi derecha.

Varios esquiadores situados a unos pocos metros me miraban atónitos y tapaban los ojos a los niños que les acompañaban. Supongo que no era habitual ver a un esquiador aliviándose el vientre en el inicio de la pista, completamente desnudo y con el traje desabrochado hasta las pantorrillas.

Todavía en cuclillas, estiré el brazo para alcanzar la mochila que había soltado a mi lado y sacar un paquete de pañuelos de papel. Como no llegaba bien, me balanceé un poco para coger impulso y poder apresarla. Y ese fue mi error fatal. Debido al balanceo, los esquíes empezaron a deslizarse lentamente hacia la pendiente, y yo con ellos.

Había lanzado los bastones demasiado lejos y no fui capaz de detener el avance hacia la tragedia. Sin poder evitarlo, me precipité por aquella pista roja sin bastones, sin guantes, sin camiseta, sin calzoncillo y con el traje de esquí arrastrando hacia atrás como la cola de un vestido de novia.

Lo que vino después ocurrió demasiado deprisa. Totalmente fuera de control, descendí en línea recta llegando a alcanzar una velocidad de vértigo y, sin quererlo, arrollé a varias personas. Debido a mis cerca de cien kilos de peso y a la violencia de los impactos, salían disparadas como si de una partida de bolos se tratase. Era imposible detenerme. Tenía tanto miedo y tanto frío, que me entró un ataque de risa nerviosa descontrolada.

Llegué al final de la pista convertido en un obús ingobernable que se dirigía al edificio de la cafetería. Escuché gritos de pánico. En mi camino apareció un montículo de nieve que, lejos de detenerme, provocó que me elevase en el aire como los saltadores de Año Nuevo. Iba a morir. Riéndome a carcajadas, volé unos cuantos metros e impacté contra el ventanal de la cafetería.

Atravesé la cristalera provocando un brutal estruendo y aterricé panza abajo sobre la mesa de una familia que estaba desayunando. La madre gritó, el padre escupió el café que tenía en la boca y los hijos se quedaron petrificados. Milagrosamente yo seguía vivo. Desnudo, congelado, malherido y magullado, pero vivo. Todavía tumbado sobre la mesa, les dije “buenos días”, me metí un trozo de cruasán en la boca y me desmayé.

Varias personas habían grabado lo ocurrido con sus teléfonos y aquellas imágenes donde se veía a un gordito desnudo lanzándose a tumba abierta por una pista roja, riéndose como un loco y estrellándose contra un ventanal se difundieron en las redes sociales dando la vuelta al mundo.

Cuando volví al trabajo, después de pasar unos días en el hospital, mis compañeros insistieron en que fuera a ver a un psicólogo porque creían que había intentando atentar contra mi vida. La dirección de la empresa me obligó además a realizarme análisis de sangre y orina para detectar el posible consumo de estupefacientes. Me costó convencerles de que todo había sido un accidente involuntario originado por un inoportuno apretón, porque de aquello no existía grabación alguna (afortunadamente).

Después de aquella trágica experiencia, tuve claro que el esquí no va a ser lo mío. Y, visto mi historial, me temo que ninguna otra disciplina deportiva, así que con este episodio pongo fin a la narración de mis peripecias. Espero que hayan servido para concienciarles de que cualquier deporte es una actividad de alto riesgo que conviene dejar para los profesionales.

Hasta siempre, amigos.

Siempre suyo, Bonifacio Mantecón, “Boni”.

FIN.

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*Visita el blog del ilustrador M.S. de Frutos: https://humorensutinta.wordpress.com/

https://www.safecreative.org/work/1906191206346-panico-en-la-nieve