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(Ilustración de Segundo Deabordo)

 

PRÓLOGO

Voy a contarles algo que les va a parecer increíble pero es completamente cierto: he construido una máquina que me permite viajar en el tiempo. Así, como se lo digo.

Hoy comparto con ustedes la conversación que, viajando casi noventa años atrás, mantuve con el famosísimo inventor y empresario estadounidense Thomas Alva Edison. No se la pierdan, descubrirán algo que nunca ha sido revelado hasta hoy.

Laboratorio de Thomas A. Edison. West Orange, Nueva Jersey.
18 de octubre de 1931.

—Buenos días, señor Edison.
—¡Quieto! ¡No se mueva!

El inventor, ya octogenario pero rebosante de vitalidad, estaba subido en lo alto de un poste de unos ocho metros de altura. Iba ataviado con una bata blanca y un casco de aviador.

—¡Abra bien los ojos, hijo! —gritó el anciano—. ¡Está usted a punto de presenciar un momento histórico!
—¿De qué se trata? —quise saber.
—Acabo de inventar el “colchón invisible”. Usted no puede apreciarlo, pero debajo de este poste he creado un campo electromagnético de alta intensidad. Dentro de un momento me lanzaré contra el suelo y, justo antes de chocar, mi cuerpo quedará frenado por la acción de ese flujo de corriente como si de un mullido colchón se tratase, resultando completamente ileso.
—¡Es usted un genio!
—Atento, que voy… ¡Uno… dos… y tres!

Edison se dejó caer en plancha desde esos ocho metros de altura y, lejos de quedar suspendido como había vaticinado, se atizó un costalazo tremendo contra el suelo.

—¡Señor Edison! —grité corriendo hacia él—. ¿Se encuentra bien?
—Ay, qué golpe, madre mía… —dijo el anciano levantándose con dificultad—. No sé qué ha podido fallar…
—¡Por el amor de Dios, señor Edison! ¡Ha estado a punto de matarse!
—De eso nada, hijo, yo soy un tipo duro. Tengo que subir la intensidad de la corriente y volver a intentarlo…
—¡Espere, espere un momento! ¿No podría hacer un pequeño descanso en su trabajo para que pueda entrevistarle con calma?
—¡Ni hablar! Me quedan pocos años de vida y muchas cosas por inventar todavía. ¡No puedo permitirme descansar!
—Puedo esperar a la hora de comer si lo prefiere, así no le interrumpo.
—Yo no me detengo para comer, hijo, eso es una pérdida de tiempo. Hace años ideé un artilugio llamado “alimentador instantáneo por aire comprimido”, que me permite ingerir de un solo golpe el primer y segundo plato, postre y café.
—¿Y a qué se debe ese afán por su trabajo? Ya es usted un reconocido inventor y un empresario de éxito.
—Nunca son suficientes méritos cuando se trata de pasar a la Historia. Además, no quiero que ese arrogante serbio acabe siendo más famoso que yo.
—¿Se refiere a Tesla? ¿Nikola Tesla? —aventuré.
—Ese mismo.
—Por él quería preguntarle yo. Tengo entendido que, hace años, usted orquestó una campaña de desprestigio contra el modelo de corriente eléctrica alterna inventado por Tesla, que rivalizaba con su sistema de corriente continua.
—No haga caso, hijo. Eso son paparruchadas inventadas por algún periodista de medio pelo.
—¿No es cierto entonces que usted ordenó a uno de sus empleados electrocutar en público a varios animales, incluido un elefante de circo, para demostrar la peligrosidad de la corriente alterna de Tesla?
—No le escucho bien, hijo. Trabajé de joven en el ferrocarril y el ruido del traqueteo me causó daños irreparables en el oído.
—Pues podía haberse inventado usted un buen audífono, digo yo. Pero bueno, ya veo que no le interesa hablar del asunto. Dígame, ¿cuáles han sido sus últimas patentes?
—Mis creaciones más recientes están destinadas a reducir el tiempo invertido en la realización de tareas cotidianas y de esta forma poder dedicar más horas al trabajo. Una de ellas, por ejemplo, es el “retrete-limpiabotas”.
—¿En qué consiste?
—Es un inodoro que, una vez aliviado el vientre, suelta varios chorros de agua destinados a limpiar el esfínter anal y sus aledaños. Esas mismas aguas accionan un sistema hidráulico de palancas dotadas de gamuzas y esponjas que limpian y abrillantan el calzado que el usuario lleva puesto. De esta forma, de una sola atacada queda usted con la entrenalga y los zapatos relucientes como espejos.
—Parece práctico, sí.
—Y lo que es mejor, le deja las manos libres para realizar mientras tanto otra actividad. Por ejemplo, afeitarse y lavarse los dientes simultáneamente con mi “cepillo-cuchilla”, que como su propio nombre indica, es un artilugio dotado de cerdas y cuchillas. Con el mismo movimiento de muñeca, le permite rasurar el vello facial mientras cepilla su dentadura.
—¡Prodigioso! —exclamé.
—Bueno, realmente eso se puede realizar con una sola mano. Con la otra, podría usted estar hojeando el periódico, por ejemplo. ¡No me diga que eso no es optimizar el tiempo!
—¡Qué maravilla! Me parece que esos inventos se van a vender como churros —mentí piadosamente.
—Ahora que lo menciona, otro día le enseñaré el “compresor de churros” en el que estoy trabajando: un sistema que permite comprimir cada churro hasta reducirlo al tamaño de un caramelo. ¡Imagínese el tiempo que se puede ahorrar con eso a la hora de desayunar!
—No deja usted de sorprenderme, señor Edison. Por cierto —dije dándomelas de adivino—, ¿sabe lo que creo que será un gran invento dentro de unas décadas? El teléfono móvil.
—¿El teléfono móvil? ¡Menuda majadería! ¿Quién va a querer llevar un teléfono encima constantemente?
—Hombre, puede resultar útil en algunos casos…
—No diga usted tonterías. Mire, déjeme que le muestre otro nuevo proyecto que estoy a punto de patentar: el “teletransportador humano” —dijo mientras subía a una plataforma y agarraba con cada mano sendos cables conectados a un generador de corriente de alto voltaje.
—¿Cómo funciona? —pregunté.
—Dentro de un momento, una corriente eléctrica de alta intensidad atravesará mi cuerpo descomponiéndolo en millones de micropartículas que volverán a unificarse en unas coordenadas espaciales distintas. Esté atento, porque desapareceré de su vista para volver a aparecer en pocos segundos sobre esa otra plataforma que está detrás de usted.
—¡Eso es fascinante! —exclamé.
—Hágame un favor —pidió el anciano.
—Dígame.
—Gire esa rueda roja un cuarto de vuelta hacia la derecha y cuando yo cuente hasta tres, baje la palanca verde.

Me dirigí al panel del generador para cumplir las órdenes de Edison. Giré la rueda de intensidad de corriente un cuarto de vuelta hacia la izquierda —minutos más tarde recordé que me había pedido hacerlo hacia la derecha— y apresé la palanca verde.

—Cuando usted diga, señor Edison.
—¡Uno… dos… y tres! ¡Ahora!

Accioné la palanca y un gran relámpago brotó del generador. La corriente chisporroteó al recorrer ambos cables y atravesó el cuerpo del científico provocando un colosal petardazo. El laboratorio se llenó de humo en un instante.

Volví la vista hacia la segunda plataforma sobre la que debía aparecer el inventor: allí no había nadie. Miré de nuevo hacia la primera plataforma. Thomas Edison yacía panza arriba, todavía agarrado a los cables, con las piernas y brazos encogidos. Me aproximé temiéndome lo peor…

El anciano permanecía inmóvil, completamente chamuscado y humeante como la colilla de un puro. Traté de tomarle el pulso, pero al rozar su cuello con los dedos recibí un calambrazo tremendo, así que le eché un cubo de agua por encima y salí del laboratorio procurando no ser visto por nadie.

Al día siguiente, las portadas de todos los periódicos del país informaron en letras grandes de la muerte del afamado inventor. La versión oficial atribuía su fallecimiento a una complicación derivada de la diabetes que padecía, quizás porque la familia prefirió no divulgar que el genio había sido víctima de uno de sus propios inventos.

Estuve tentado de acudir a las autoridades y confesar la verdadera causa de su muerte y mi implicación en ella, pero finalmente opté por no complicarme la vida. Me monté en mi máquina del tiempo y regresé al presente sin dejar rastro de lo ocurrido.

Además de aquel secreto, me traje también conmigo los planos del “compresor de churros” en el que Edison estaba trabajando en sus últimos días. Quizás algún día me decida a construirlo, ya les contaré…

FIN

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https://www.safecreative.org/work/1910242309665-entrevista-a-edison