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Ilustración de Segundo Deabordo

PRÓLOGO

Hace algunas semanas les conté que he construido una máquina que me permite viajar en el tiempo.

Hoy les traigo la conversación que, viajando a los años cuarenta del pasado siglo, mantuve con el carismático líder político y espiritual indio ‘Mahatma’ Gandhi. No se la pierdan, descubrirán que “no es oro todo lo que reluce”.

Nueva Delhi, India. 1946. Residencia de Gandhi.

—Buenos días, señor Mojama.
—Mohandas.
—¿Cómo dice?
—Que me llamo Mohandas, no Mojama. Mohandas Karamchand Gandhi. Pero puede llamarme ‘Mahatma’; todo el mundo lo hace. Significa ‘alma grande’.
—Ah, discúlpeme. Lo había anotado mal.
—No se preocupe, amigo, no tiene importancia. Yo jamás me enfado por nada. ¿Qué significa mojama, por cierto?
—La mojama es una salazón de atún muy popular en España —le expliqué.
—¡No me hable usted de comida, por el amor de Dios, que estoy en plena huelga de hambre!
—Pues es una pena. Le había traído una empanada de pulpo de mi tierra como regalo.
—En otra ocasión será. Yo soy muy estricto con el cumplimiento de mis principios y no puedo ingerir ni un solo alimento.
—¿Seguro? Mire qué pinta tiene… ¡Y cómo huele! ¡Auténtica empanada gallega! —dije para tentarle.
—No insista, amigo. Además, aunque no estuviera en huelga de hambre, tampoco la podría comer. Soy un ferviente defensor del vegetarianismo.
—¡Ahí quería yo llegar! Me han dicho que le han visto comer jamón serrano en varias ocasiones.
—Claro, jamón sí. Pasan tantos meses desde que se le corta la pierna al cerdo hasta que termina el proceso de curación, que se puede considerar que el jamón ya no procede del animal.
—¿Eso quién lo dice?
—Eso lo digo yo, que para eso soy Gandhi. Y no hay más que hablar.
—Bueno, pues luego me la comeré yo —repuse dejando la empanada sobre la mesa—. Dígame una cosa. Tengo entendido que, en la época en la que vivió usted en Sudáfrica, sufrió un episodio de discriminación racial en carne propia que le hizo tomar conciencia de la injusticia y prejuicios que padecían las razas distintas a la blanca.
—Así es, amigo. Me obligaron a bajarme de un tren porque me negué a abandonar el vagón de primera clase, a pesar de tener billete. Al ser indio, me querían meter en tercera, con los negros. ¿Qué le parece? ¡Hasta ahí podíamos llegar! Un indio vale tanto como un blanco.
—¿Y los negros? —quise saber.
—¿Qué pasa con los negros?
—Que si no valen igual que los blancos o los indios, pregunto.
—Me está usted liando. Estábamos hablando de los indios, no me cambie de tema.
—Ya veo que no le gusta tratar ese asunto. Cambiemos de tercio… Usted presume de ser una persona reflexiva y extremadamente calmada. ¿Es cierto que no se enfada jamás? ¿Nunca ha perdido los papeles?
—Así es, amigo. Jamás.
—¿Y aunque le provoquen o insulten?
—Tampoco. Póngame usted a prueba si quiere.
—Vamos a ver… por ejemplo, ¿si le digo que es usted un imbécil? —le pregunté.
—No me ofende en absoluto.
—Vamos a probar con otro. Es usted más feo que un rape.
—Me da igual —aseguró.
—Idiota. Payaso. Cantamañanas.
—No me molesta lo más mínimo.
—¿Y si le dijese que es un calvo de mierda?
—Entonces me tendría que cagar en su puta madre —dijo levantando la voz.
—¡Vaya, parece que eso sí le ha molestado!
—Pues sí, ¿qué pasa? A los calvos no nos hacen gracia las bromitas con nuestro pelo.
—Con su falta de pelo, querrá decir.
—¡Y jode!
—Bueno, bueno, ya lo dejo… Si no le importa, vamos a hacer un descanso. Necesito ir al aseo.
—La puerta del fondo —me indicó con aspereza.

Yo esperaba encontrar un modesto cuarto de baño, como cabría de suponerle a un líder espiritual que preconizaba un estilo de vida austero y poco aferrado a los placeres carnales. Por eso me sorprendí al descubrir una formidable —y seguro carísima— bañera de hidromasaje y una amplia colección de cremas, sales de baño, perfumes y otras zarandajas.

Cuando volví al salón, mi anfitrión permanecía sentado en el mismo sitio y con los ojos cerrados. Observé que no quedaba ni rastro de la empanada que había dejado sobre la mesa.

—¿Y la empanada? —pregunté.
—¿Qué empanada?
—¿Cuál va a ser? La que había dejado aquí encima.
—Ah, no sé, amigo. Yo he estado meditando mientras usted estaba en el aseo. Quizás se la haya comido una cobaya hambrienta.
—Una cobaya… ¿Y las migas que tiene en el bigote?
—¿Qué migas? —dijo Gandhi sacudiéndose el mostacho.
—Ya, ya… ¡Joder con el asceta, menudo cuento tiene!
—¿Cómo dice, amigo?
—Nada, olvídelo. Vamos a cambiar de tema. Usted dice ser contrario a tener relaciones carnales. De hecho, es famoso por dormir con jóvenes desnudas a su lado para poner a prueba su celibato.
—Así es —afirmó.
—Entre la gente que le rodea, hay quien asegura haber escuchado gemidos nocturnos y ruido de muelles de colchón provenientes de su dormitorio en más de una ocasión. ¿Qué tiene que decir sobre eso?
—Puede ser.
—¿Cómo que “puede ser”?
—Usted sabe que los varones solemos tener erecciones involuntarias durante el sueño. Es posible que alguna de las jóvenes que duermen conmigo haya aprovechado esta circunstancia para aliviar su apetito sexual, lógico a esas edades. Pero si ha ocurrido, yo no me he enterado; tengo el sueño muy profundo.
—Menuda jeta tiene el tío Gandhi…—musité.
—¿Jeta? ¿Qué significa esa palabra? No la conozco, amigo.
—Usted conoce lo que quiere… Déjeme que le pregunte por otro asunto. Una de sus frases célebres dice que “la única forma de acabar con la violencia es la no violencia”. ¿Qué quiere decir eso exactamente?
—Muy sencillo. Significa que nunca hay que responder a una agresión con otra agresión. La violencia solo engendra violencia.
—O sea, que nunca agrediría a nadie. Ni aunque le hubiesen atacado antes a usted.
—Eso es.
—Me cuesta creerlo. Todos tenemos un límite —aseveré.
—Yo no. Puede ponerme a prueba también, si quiere.
—¿Qué quiere que haga?
—Pégueme.
—¡Qué cosas tiene, señor Gandhi! Yo he venido a entrevistarle, no a zurrarle. Además, ¿cómo voy a agredir a un líder pacifista indefenso? Eso me dejaría en muy mal lugar.
—¡Que me pegue! —me ordenó.
—¡Que le digo que no, hombre!
—¿Qué pasa, que es usted un flojo? ¿Un pusilánime?
—Señor Gandhi, por favor…
—¿Tengo que decirle que es usted un mierda? ¿Un pichafloja que no tiene cojones?
—Vamos mal por ahí, señor Gandhi…
—¿O que a su mujer se la han cepillado todos los…

No le dio tiempo a acabar la frase. Abrí esta mano de marinero que tengo y le solté tal hostia en mitad de la cara, que las gafitas que llevaba salieron volando y dio una voltereta hacia atrás antes de caer al suelo desplomado como un saco de patatas.

Y ahí concluyó la entrevista, porque estuve varios minutos intentando despertarle para seguir conversando pero no había manera. O quizás se hacía el dormido, vayan ustedes a saber.

Al menos había logrado mi objetivo: desenmascarar al carismático líder que, aunque no se le podía negar su papel en la lucha por la independencia de la India y otros logros, poco tenía de célibe, de vegetariano y de pacifista y cuyas huelgas de hambre eran un auténtico camelo.

Como dice el refrán: “las mentiras tienen las patas muy cortas”. Y las piernas de Gandhi, además de cortas eran muy finitas.

FIN

https://www.safecreative.org/work/2001152880883-entrevista-a-gandhi

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