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Ilustración de Javier Granados (Instagram @javiergranadoscenteno)

 

Un día, la abuela de Angelito llamó a casa para contarles que su hermano, el tío Jacinto, se había muerto.

—El tío Jacinto ha pasado a mejor vida —dijo la madre de Angelito cuando colgó el teléfono.
—¿Se ha curado? —preguntó Angelito, que sabía que su tío abuelo estaba enfermo.
—No, hijo. El tío Jacinto no se va a curar. Está… está dormidito. El entierro será mañana por la tarde.
—¿Le van a enterrar dormido? ¿Y si se despierta?
—No, Angelito. No se va despertar. Se ha dormido para siempre.
—¿Para siempre? ¡Pues vaya un dormilón! Con razón papá dice que el tío Jacinto es un vago que nunca ha dado un palo al agua…
—¡Niño, no se habla así de los muertos! —le interrumpió su padre dándole un pescozón.
—¿Pero está muerto o está dormido? —quiso saber Angelito—. ¡A ver si un día que yo esté durmiendo os vais a pensar que estoy muerto y me vais a enterrar!
—Está muerto, hijo —intervino otra vez su madre—. El tío Jacinto está muerto.
—¿Y no le pueden dar una pastilla para que se ponga mejor?
—Anda, Angelito, termínate los macarrones y ponte a jugar.

Llegó el día del funeral. El responso se iba a oficiar en una de las dos pequeñas capillas del tanatorio donde los familiares del difunto aguardaban pacientemente a que comenzase la ceremonia. Solo faltaba Angelito, que había salido al aseo.

Cuando regresaba a la capilla, le interceptó una mujer mayor vestida de negro que él nunca había visto. Era una hermana del tío Jacinto que llevaba cuarenta años viviendo en Argentina y había volado urgentemente a Madrid para darle el último adiós.

—Oye niño, ¿vos sabés dónde es el funeral de Jacinto? —le preguntó.

Angelito se quedó mirándola unos segundos y, sin saber muy bien por qué, en vez de indicarle el oratorio correcto, la envió a la otra capilla del tanatorio.

Aquella travesura no habría tenido ninguna consecuencia importante si no fuera porque el responso que se iba a oficiar en esa otra capilla no correspondía evidentemente al tío Jacinto, sino a un leal y amistoso perro al que sus dueños habían querido honrar con una solemne despedida por considerarle uno más de la familia.

La mujer de negro se dirigió apresuradamente al oratorio. La ceremonia acababa de comenzar, por lo que prefirió quedarse en la última fila de bancos para no incomodar a los asistentes. Un hombre de mediana edad —que ella pensó que sería uno de sus sobrinos a los que solo conocía por fotografías— se situó en el atril, desdobló el papel que había extraído de un bolsillo y leyó este discurso en homenaje a la malograda mascota, que la mujer creyó estar destinado a la memoria de su difunto hermano:

“Querida familia y amigos, estamos hoy aquí para despedir a un ser entrañable, protector y lleno de bondad. Todos los vecinos del barrio lo adoraban. Bueno, todos no. El hijo de los vecinos, el del patinete, no le podía ni ver desde aquella vez que le mordió en la cabeza y en una pierna. Pobre muchacho, fue un desafortunado accidente.

Era muy hogareño. Le encantaba apretujarse con nosotros en el sofá, aunque es cierto que en ocasiones se ponía un poco pesado y había que sacarlo de casa por la fuerza. Más de una noche tuvimos que dejarlo atado en el jardín, a pesar de sus protestas.

Se alegraba mucho cuando llegaban visitas, sobre todo si venían las amigas de mamá a tomar café y le hacían caricias; entonces no paraba de menear el rabo y corretear alrededor de ellas intentando subirse encima.

¡Y qué poco le gustaba bañarse! Teníamos que acorralarlo en el patio para poder darle un buen manguerazo. Para otras cosas, en cambio, era bastante obediente. Por fin habíamos conseguido que dejase de hacer sus necesidades en el suelo y las hiciera en el inodoro. Incluso tiraba de la cadena después.

Es verdad que nos dio algún disgusto, como cuando le sorprendimos montando a la perra de los vecinos. ¡Cómo se aferraba a ella, no había manera de desengancharlo! Mamá se enfadó tanto con él que lo llevó a castrar.

Es una pena que se haya ido tan pronto, pero la salud se le complicó de tal manera en este último año, que sacrificarlo ha sido lo mejor para todos…”

En ese punto del discurso, a la mujer de negro le dio un patatús y cayó fulminada al suelo, incapaz de asimilar todas las barbaridades que creía que se estaban pronunciando sobre su hermano.

En la familia de Angelito, nadie logró entender por qué la tía Aurora —que así se llamaba la mujer de negro— había aparecido muerta en la capilla contigua a la que albergaba el funeral del tío Jacinto. Angelito intuía que algo había tenido que ver él con todo aquello, pero prefirió no decir nada. A ver si le iban a castigar sin ver la tele. O peor aún, sin merendar.

FIN

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https://www.safecreative.org/work/2002133081770-ad-el-funeral