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A eso de las dos de la tarde, mi compañero y yo recibíamos la llamada insistente de una dama pidiéndonos que acudiéramos a su domicilio a toda prisa. Parecía algo realmente urgente. Raudos y veloces, nos acabamos las cervezas y pedimos otras dos más, una ración de croquetas y media de calamares. Cuando acabamos con todo y pagamos la cuenta, salimos disparados del bar.

En dos minutos caminando a paso ligero habíamos llegado al edificio. Sin perder un segundo, subimos los escalones del portal de dos en dos, pero sobraba un peldaño. Eran impares. Volvimos a bajar y los subimos de tres en tres. Seguía sobrando uno. Bajamos de nuevo y lo intentamos de cuatro en cuatro, pero entonces faltaba uno. ¿Qué demonios estaba pasando allí? Probamos a hacerlo de cinco en cinco. Ahora faltaban tres. De seis en seis tampoco funcionó; sobraba uno o faltaban cinco, según se mirase. Cogimos carrerilla y superamos aquellos siete escalones de un solo salto. Malditos números primos.

Cuando por fin accedimos a la vivienda, el característico olor que invadía todo el inmueble nos anticipó lo que nos íbamos a encontrar. Estaba en la cocina.

—A juzgar por el aspecto, debe llevar bastante tiempo muerto, Inspector —observó García cubriéndose la nariz con un pañuelo.

Se hallaba tumbado boca arriba, completamente desnudo y embadurnado con una sustancia de aspecto brillante. Pero había algo más siniestro en todo aquello. A aquel desgraciado lo habían decapitado.

—Sospecho que nos enfrentamos a un asesino frío y calculador —murmuré en voz baja.
—Fíjese, jefe. Le han cortado también los pies y tiene algunas marcas de quemaduras. Parece que se han ensañado con él.
—¿Alguna pista sobre su identidad?
—Me temo que no —dijo García mirando a su alrededor—. Ni rastro de su cartera u otros objetos personales. A este infeliz, además de matarlo, lo han desplumado.
—¿Qué demonios es eso? —exclamé acercándome al cadáver y separándole las piernas.
—Parece un limón, señor.
—Joder, ¿qué mente retorcida habrá sido capaz de decapitar, mutilar, quemar e introducir un limón en el recto a este desventurado?

En ese momento, la mujer que nos había telefoneado entró airadamente en la cocina y dijo:

—No sé quién es más tonto de los dos, si el padre o el hijo. Dejad el pollo en paz y haced el favor de sentaros a la mesa, que son más de las tres. Antonio, ¿muslo o pechuga?

FIN.

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