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(Ilustración de M.S. de Frutos)

Unos meses después de haber estado a punto de perder la vida sobre una piragua (leer aquí), mis compañeros de la oficina me pidieron que jugase con ellos en un partido de solteros contra casados. Les faltaba un jugador para completar el equipo de solteros.

Yo me intenté excusar confesándoles que no había jugado al fútbol desde que iba al colegio y que además siempre era el último al que elegían cuando se formaban los equipos. Pero me convencieron diciéndome que después del partido irían a comer una paella, y para eso sí que estoy entrenado.

—Lo único, que no tengo ropa de fútbol —lamenté.
—No te preocupes —me contestaron—, con que vengas de rojo es suficiente. Los casados irán de azul.

Aquella tarde, cuando abrí mi armario comprobé que la única prenda de color rojo que tenía era el pijama de invierno. Bajé a una tienda de ropa deportiva cercana a mi casa y pedí al dependiente una equipación de fútbol de tal color. Al reparar en el precio que marcaba la etiqueta, casi me da un patatús.

—Perdone, esto que marca aquí… está en pesetas todavía, ¿verdad?
—No, caballero —me contestó muy serio—. Son euros.
—¿Ciento cincuenta euros un pantalón corto y una camiseta?
—Es que es una equipación oficial.
—Ah, claro. Pues vaya envolviéndomela, que voy al coche a por la cartera —mentí.

Regresé a mi casa y saqué el pijama rojo. Con unas tijeras corté las mangas a la altura de los codos y los pantalones por encima de las rodillas. Me dio bastante pena porque era mi pijama favorito, pero lo cierto es que ya estaba bastante raído y reconvertirlo en vestimenta deportiva era una buena reencarnación.

Lo complementé con unos calcetines blancos subidos hasta media pantorrilla. Y como esa mañana había echado las zapatillas de deporte a la lavadora sin acordarme del partido, me puse unos zapatos castellanos negros.

Me miré al espejo de frente y coloqué las manos a la espalda como hacen los futbolistas. No recordaba ningún equipo de primera división que fuera vestido de rojo, pero si lo había, no deberían tener un aspecto muy diferente. Bajé las escaleras de casa andando para calentar y me subí al coche.

Cuando llegué al polideportivo, los jugadores de ambos equipos ya estaban esperándome. Al verme, sacaron sus teléfonos móviles y me hicieron fotos. Seguramente les recordaba a algún futbolista famoso.

Después llegó el becario de la oficina, que iba a ejercer de árbitro, y se hizo el sorteo para elegir campo.

—Tú ponte de defensa, Boni, que tienes buenas aptitudes para ello —me dijeron mis compañeros—. Y sacúdelos sin miedo. Vamos a darles un buen repaso a estos casados blandengues.

El árbitro hizo sonar el silbato y comenzó el encuentro.

Cuarenta y cinco minutos después , al terminar el primer tiempo, mi participación podría resumirse así: no toqué la pelota ni una sola vez. La única patada que di no fue al balón, sino a un jugador de mi equipo sin querer.

Íbamos perdiendo cuatro a cero y había tensión en el ambiente. Mis compañeros se estaban tomando aquel partido muy en serio. Aproveché para decirles que me aburría bastante jugando de defensa, así que me propusieron ponerme de portero.

Comenzó la segunda parte.

Estar bajo los palos me pareció aún más aburrido, así que comencé a fijarme en las vallas publicitarias que rodeaban el campo para distraerme: una marca de coches, una de bebidas isotónicas, una empresa de climatización, otra de fontanería… De pronto alguien gritó:

—¡Cuidado, Boni!

Volví la vista al frente justo a tiempo para recibir un pelotazo en la cara que me tiró al suelo de espaldas y me dejó la nariz como un pimiento morrón. Oí un murmullo de risas que me hizo hervir la sangre.

—¡Vaya paradón! —dijo alguien con sorna.

El partido prosiguió, y en la siguiente jugada vi que el delantero que me había atizado el pelotazo regateaba a los defensas y se dirigía hacia la portería a toda velocidad. Movido por la ira y el resentimiento, eché a correr hacia él. Cuando le tenía a menos de un metro, flexioné el tronco y, olvidándome del balón, le asesté un cabezazo tremendo en el pecho. Sonó un crujido de costillas y el delantero cayó de espaldas como un fardo.

Me quedé sentado en el suelo, mareado, viendo cómo entre los jugadores de ambos equipos se formaba una disputa que acabó en una monumental ensalada de patadas y puñetazos de la que no se libró ni el árbitro. De los minutos posteriores solo recuerdo escuchar golpes, gritos y las sirenas de la policía.

Ahí terminó el encuentro. Unos se fueron al hospital, otros a comisaría y el resto a su casa.

—¿Y la paella? —pregunté a los últimos en marcharse—. Seguramente ya hayan echado el arroz…

El lunes siguiente, la plantilla de la oficina parecía la sala de espera de un hospital: ojos morados, labios partidos, dedos rotos… Aunque nadie hablaba del partido, todos los solteros me miraban con una sonrisa cómplice.

—Nos ganaron por goleada, Boni, pero se llevaron una buena mano de hostias —me dijo uno de ellos en voz baja y guiñándome un ojo.

El joven becario que hizo de árbitro no apareció esa mañana, ni ninguna otra. Envió a su madre a recoger sus cosas con una carta de renuncia y nunca más se supo de él.

A raíz de aquel episodio, la dirección de la empresa prohibió celebrar cualquier competición de solteros contra casados. Ni siquiera un campeonato de mus.

Pero yo por si acaso conservo mi equipación roja, aunque sea para volver a usarla como pijama. De verano, claro.

FIN.

Episodio 7: «El día a que quise ser Strongman» (leer aquí)

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https://www.safecreative.org/work/1905010790479-sangre-sudor-y-futbol

*Visita el blog del ilustrador M.S. de Frutos: https://humorensutinta.wordpress.com/