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(Ilustración de M.S. de Frutos)

Después de aquel malogrado partido de fútbol de solteros contra casados (leer aquí), pasé por el Servicio Médico de la empresa para realizarme un chequeo. Cuando me subí a la báscula, el facultativo me reprendió.

—Para tu estatura, estás bastantes kilos por encima de tu peso ideal, Boni.
—Entonces el problema es la estatura, ¿no? —le pregunté.
—Se podría mirar así, pero con cuarenta y cuatro años no creo que vayas a dar un estirón. Te voy a hacer unos ajustes en la dieta. Lo primero, suprimir el pan.
—Antes me dejo quitar un riñón que quitarme el pan —le advertí.
—Hay dos opciones. O suprimimos el pan, o lo dejamos y te quito todo lo demás. Así que tú verás.
—Bueno, lo intentaré.
—Y haz un poco de ejercicio. Te vendrá bien —me recomendó antes de despedirme.

Tras haber probado varias disciplinas deportivas, con resultados catastróficos hasta la fecha, no me quedaban ganas ni valor para enfrentarme a otra.

Pero un día, un compañero de la oficina me explicó lo que es un strongman (o atleta de fuerza), y pensé: “esto va a ser lo mío”. No porque yo sea fuerte, que no es el caso, sino porque para esa disciplina se puede estar gordito y no pasa nada. Así que me puse el chándal de tactel y me apunté al club de fuerza que hay en mi barrio.

Allí me dirigí al monitor, un señor de mediana edad con la espalda como un armario ropero abierto que iba embutido en una vestimenta muy ajustada. Me saludó con tal apretón de manos que creí que me quería partir los dedos.

—¿Has levantado peso alguna vez? —me preguntó.
—¿Las bolsas de la compra cuentan?
—No, eso no. Bueno, vamos a empezar con algo sencillo: unas sentadillas.

Me llevó a una barra horizontal en la que colocó varios discos de hierro. Me hizo ponerme debajo de ella y me explicó lo que tenía que hacer.

—No tengo ningún problema en agacharme —le advertí—, pero si después quieres que me levante con esto encima, lo vamos a tener complicado.
—Tú tranquilo, que yo voy a estar detrás de ti para ayudarte —me dijo colocándose muy arrimadito. Agradecí la intención, pero me di cuenta de que tener a un señor musculoso en mallas pegado a la espalda no es algo que me resulte muy tranquilizador.

Para motivarme —o eso me dijo—, me jaleó dándome voces y me atizó unos cuantos palmetazos en la espalda que todavía me duelen. Cargué sobre los hombros la barra llena de discos y me agaché flexionando las piernas. Hasta ahí todo iba bien, pero cuando quise enderezarme, noté que me flojeaban y me empezaban a temblar como a una persona mayor. El monitor se me arrimó aún más y me rodeó con sus gigantescos brazos para ayudarme a subir.

En ese momento, estando con las piernas dobladas y el trasero ofrecido hacia atrás, noté un bulto carnoso que me rozaba a la altura de la gatera. Di tal respingo, que levanté la barra como si fuera de cartón. Y ahí di por terminada la serie de sentadillas.

—Mejor pasamos a otro ejercicio —propuse.
—Como quieras. ¡Vamos a hacer el “paseo del granjero”! —dijo con entusiasmo.

Yo creí que íbamos a salir al campo acompañados de una oveja o unas gallinas, pero resulta que el “paseo del granjero” es un ejercicio que consiste en caminar deprisa portando un peso muy grande en cada mano.

—Coge estas dos mancuernas, ve andando lo más rápido que puedas hasta el final de la sala y vuelve —me ordenó el monitor.

Las mancuernas pesaban como dos maletas llenas de ropa. Apreté las nalgas y eché a andar con ellas, pero cogí tal inercia que no pude frenar a tiempo para dar la vuelta y me empotré de frente contra la pared.

—Déjalo, mejor vamos a hacer “peso muerto” —dijo.

Me hizo meter las manos en una bolsita con harina y yo pensé que íbamos a hacer empanadillas. Pero no había que hacer ninguna empanadilla. Me explicó que se trataba de levantar una barra con mucho peso que había en el suelo tirando de riñones y después mantenerla en vilo, como si tuvieran que barrer debajo. Luego me puso un cinturón muy ancho, tan apretado que yo creía que me iba a desmayar por no poder respirar.

Me coloqué delante de la barra, flexioné el tronco y la agarré dispuesto a levantarla con todas mis fuerzas. El monitor volvió a jalearme y palmearme la espalda.

Arranqué con decisión, pero justo cuando estaba en mitad del esfuerzo, apareció por un lateral un señor gordo también embutido en mallas. Al grito de “¡vamos, vamos!”, me cruzó la cara con tal hostia que yo pensé: «le debo dinero». El caso es que, sin poder evitarlo, la barra se me cayó de las manos, me entró hipo y me fui a paso ligero al vestuario conteniendo las lágrimas y con la mejilla ardiendo como una plancha.

Ésa fue la última vez que fui a aquel club. Luego supe que el señor que me atizó el bofetón no tenía nada personal contra mí, sino que es algo que hacen normalmente los atletas de fuerza entre ellos para motivarse y realizar los ejercicios con más energía.

Si alguna vez vuelvo a ir a un gimnasio, cosa que veo improbable, además de informarme de las tarifas también preguntaré si motivan a los usuarios a base de hostias.

Creo que lo de ser strongman tampoco va ser lo mío…

FIN.

Episodio 8: «Pánico en la nieve» (leer aquí).

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*Visita el blog del ilustrador M.S. de Frutos: https://humorensutinta.wordpress.com/

https://www.safecreative.org/work/1905291016152-el-dia-que-quise-ser-strongman