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(Ilustración de M.S. de Frutos)

Una vez recuperado de la lesión que sufrí en aquella desastrosa clase de Body Combat (leer aquí) , me interesé por el piragüismo. Me llamó la atención porque es una disciplina que combina deporte y naturaleza, y sobre todo porque se practica sentado. Así que pensé: “esto va a ser lo mío”. Preparé la mochila con un bocadillo de filete empanado, mi culote del Reynolds y la gorra de Caja Rural y me dirigí al club que hay en mi ciudad, obviamente junto al río.

Un monitor con los brazos muy fuertes y las piernas muy finas me proporcionó una pala y una piragua —asegurándome que era involcable— y me enseñó unas nociones básicas de manejo de ambas.

—De todas formas —le dije—, mi objetivo es ponerme un poco en forma. No tengo intención de ser campeón de España.
—Gracias por la aclaración —contestó.

Puede que la piragua fuera involcable, pero cuando me monté encima, aquello se movía como una atracción de feria.

—¡Sácame de aquí, por favor! —le supliqué al monitor.
—Tú tranquilo, hombre. Agarra la pala con fuerza —me dijo dando un leve impulso a la embarcación para ponerla en movimiento.

Con mucho esfuerzo, logré estabilizarme un poco y comencé a remar. Incapaz de avanzar en línea recta, fui cosiendo el río de una orilla a otra intentando obedecer al monitor, que me gritaba instrucciones desde el embarcadero.

—¡Rema con la derecha! ¡Con la derecha! ¡Con la izquierda no, con la derecha! ¡No! ¡Frena! ¡Frena!

Al rato dejé de oírle y conseguí avanzar un poco más recto, aunque de vez en cuando perdía el control y acababa metido en los juncos de la orilla.

Continué remando bajo un sol de justicia y noté que el trasero empezaba a dolerme. Pocas cosas más duras he visto que el asiento de una piragua. Aún así, seguí remontando el cauce y disfrutando del paisaje.

Pero aquel paseo placentero duró poco. Al llegar a la zona donde el río se hace más bravo, la corriente me arrastró y me metió de lleno dentro de una zarza. Las espinas se me clavaban por todo el cuerpo y comencé a chillar. Intenté remar hacia atrás, pero cuanto más me movía, más se me clavaban. Afortunadamente, dos veteranos piragüistas acudieron a mis gritos de socorro y consiguieron liberarme de aquella trampa diabólica.

—Mejor date la vuelta, anda —me dijeron entre risas.

Con el cuerpo cubierto de púas como un cactus, comencé a remar río abajo. El trasero me iba doliendo cada vez más, aunque al menos el sol comenzó a bajar y ya no hacía tanto calor. Pero entonces me sobrevino otra tortura: los mosquitos. Si alguien se pregunta dónde están los mosquitos antes de salir al atardecer, ya se lo digo yo: en el río. Están todos en el río. Me envolvió una nube negra de miles de ellos que se cebaron conmigo como si llevasen una semana haciendo dieta. Yo intentaba quitármelos de encima dando palazos al aire, pero no había manera. Me picaron hasta entre los dedos de los pies, y eso que llevaba zapatillas.

Así continué aguas abajo hasta que por fin aquella plaga decidió abandonarme, posiblemente porque no me quedaba más sangre que poder chupar. Entre las espinas, el dolor de trasero y las picaduras, iba hecho un eccehomo. Pensé que ya nada peor me podría ocurrir en aquella travesía.

Pero estaba equivocado, muy equivocado. Porque después de una curva me esperaba el infierno. Una manada de ocas salvajes enfurecidas se abalanzó violentamente sobre mí dando unos graznidos terribles, como si estuvieran poseídas por el mismísimo Satanás. Quise gritar, pero el pánico me atenazó la garganta. Comenzaron a morderme ferozmente en los brazos, en la cabeza, por todo el cuerpo.

Me quedé inmóvil, asumiendo que mi vida iba a terminar sobre una piragua con aquel batallón de ocas sanguinarias devorándome la carne y las vísceras. Vi a varias personas grabando la escena con sus teléfonos móviles desde la orilla. Pensé en mi familia, en mis amigos. Y me eché a llorar.

Quiso el destino que en ese momento pasase a mi lado el barco turístico que recorría el río, y aquellas aves asesinas huyeron asustadas por el ruido del motor.

Me quedé abatido sobre la piragua. El culo ya no me dolía, se me había dormido hacía rato. Tenía los hombros achicharrados por el sol. No había un solo centímetro de mi cuerpo donde no hubiese una espina de zarza, una picadura de mosquito, una mordedura de oca o las tres cosas juntas. No me quedaban fuerzas en los brazos para remar, así que me recosté en el asiento y dejé que la escasa corriente me llevase aguas abajo. “Ya me encontrará alguien”, pensé, aunque la verdad es que me daba igual seguir viviendo o no. Estaba tan agotado que me comí el bocadillo y me quedé dormido.

Me desperté al amanecer dentro de la lancha de los bomberos, envuelto en una manta térmica. Un pescador tempranero les había llamado porque había visto “una embarcación varada en la orilla con una persona muerta sobre ella, con evidentes signos de violencia sobre su cuerpo”. Era yo.

—¿Quieres un poco de agua? —me ofrecieron.
—¿Podría ser un café con leche y una tostada? —pregunté.
—Sí, claro. Y unos huevos revueltos. Ahora se lo digo al capitán.

Pero yo creo que se les tuvo que olvidar, porque me ayudaron a salir de la lancha y se marcharon rápidamente.

Para quien crea que el río es un agradable y tranquilo paraje donde agua, flora y fauna se mezclan de forma armoniosa, déjenme hacerles una advertencia: huyan de él, háganme caso. Es la morada del mismísimo diablo.

Creo que el piragüismo tampoco va a ser lo mío…

FIN.

Episodio 6: «Sangre, sudor y fútbol». (leer aquí)

https://www.safecreative.org/work/1903270425476-al-infierno-se-llega-en-piragua

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*Visita el blog del ilustrador M.S. de Frutos: https://humorensutinta.wordpress.com/