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Ilustración de Segundo Deabordo

 

Hace algunas semanas les conté que he construido una máquina que me permite viajar en el tiempo.

Hoy les relato el estrambótico encuentro que, viajando a finales del siglo I a.C., mantuve con la legendaria y misteriosa Cleopatra, última reina del Antiguo Egipto. Lean, lean… probablemente cambiará la concepción que tengan de ella.

Alejandría, Egipto. Año 34 a.C. Dependencias privadas de la reina Cleopatra VII.

—Buenos días, reina.
—Pero bueno, ¿qué confianzas son esas? ¿Quiere que uno de mis guardias le azote con un látigo?
—Discúlpeme, es que no sé en qué términos debo dirigirme a usted. ¿Alteza? ¿Majestad? ¿Reina de Reyes?
—‘Señora’ está bien, no se complique la vida. Dígame, caballero, ¿qué le trae por aquí? ¿Viene usted a proponerme una alianza para invadir algún territorio o derrocar algún gobernante?
—No, no, señora. Yo no me dedico a esas cosas. Solo quería hacerle una entrevista para conocerla un poco más a fondo.
—Ah, me parece muy bien. Acompáñeme por aquí, estaba a punto de darme un baño.

La reina Cleopatra, flanqueada por su numerosa corte de guardianes y asistentes, se dirigió a una lujosa sala en cuyo centro se hallaba una gran bañera rebosante de un líquido blanco y espeso.

—Es leche de burra —me aclaró mientras se desvestía—. No ponga esa cara de asco; es buenísima para la piel. Ande, métase conmigo. Hay espacio para los dos.
—No, gracias. Ya me he duchado esta mañana —me excusé.
—No es un ofrecimiento, es una orden. Aquí se hace lo que yo digo.
—Ya, pero es que yo…
—¡Azótenle! —gritó a sus guardias— ¡Treinta latigazos a este insensato por desobedecerme!
—¡Bueno, bueno, no se ponga así! Ya voy…

Me despojé de mis prendas con cierto pudor y me introduje en la bañera. No solo el aspecto de la leche de burra era repugnante; también lo era el olor. Evidentemente, hace dos mil años aún no se habían inventado los refrigeradores, y en Egipto hacía calor. Mucho calor.

—¿Qué le parece? Es agradable, ¿verdad? —dijo la reina mientras se frotaba los brazos con el líquido blancuzco—. Tomo varios baños al cabo del día, y este es uno de mis preferidos.
—Muy agradable, sí —afirmé para no contradecirla.
—Bueno, dígame. ¿Qué es lo que quiere saber de mí?
—Pues… hay varias cosas que se cuentan sobre usted, pero no estoy seguro de que sean ciertas.
—¿Como cuáles?
—Por ejemplo, siempre se ha dicho que se ha servido de su belleza para seducir y engatusar a hombres poderosos con fines políticos. La verdad, me cuesta creerlo.
—¿¡Cómo!? ¿¡Me está llamando fea!? ¡Guardias! ¡Cincuenta latigazos a este papanatas!

Lo cierto es que Cleopatra VII no era especialmente fea, pero tampoco se la podía comparar con la bellísima actriz Elisabeth Taylor, quien la encarnó en la conocida superproducción estadounidense. Podría decirse que era una mujer de rasgos muy comunes, aunque su voz y sus maneras eran extraordinariamente sensuales.

—No, por Dios, señora. ¡Cómo voy a decir que es usted fea! Tiene usted una belleza muy… muy particular. Muy especial, mejor dicho —aseguré para tratar de apaciguarla—. Lo que quiero decir es que no creo que se valiese solo de su físico para lograr sus conquistas. Me consta que es una mujer muy cultivada e inteligente.
—Pues sí, me he interesado por numerosas disciplinas y hablo varios idiomas —me explicó—. Pero tampoco tiene mucho mérito, dada mi condición de reina.
—¿A qué se refiere?
—A mí me dan todo hecho, caballero. No tengo que hacerme la comida, ni plancharme la ropa, ni cuidar a mis hijos; para eso tengo a mis asistentes. Así que me sobra tiempo para hacer otras cosas.

Cleopatra se ahuecó hacia un lado y se escuchó un ruido opaco. Al instante, aparecieron unas pompas en la superficie de la leche de burra.

—Perdone —inquirí con estupor—, ¿eso ha sido un pedo?
—¿Qué insinúa, estúpido insolente? ¡Guardias! ¡Cien latigazos a este mamarracho!
—Discúlpeme, señora, pero es que me ha dado toda la impresión de que se había…
—¡De eso nada! Yo soy la reencarnación de la mismísima diosa Isis y no hago esas cosas. De mi cuerpo no sale ningún elemento impuro.
—Bueno, si usted lo dice… Ha mencionado antes a sus hijos. Tengo entendido que tiene cuatro descendientes: uno por parte del malogrado Julio César y tres de su actual pareja, Marco Antonio.
—Puede ser.
—¿Cómo?
—Que puede que sea así, o puede que sus padres sean esos dos de ahí —dijo señalando a una pareja de guardias—. O esos otros dos de ahí. Vaya usted a saber.
—Ah, no sabía de sus avatares extraconyugales.
—Ya le digo que tengo mucho tiempo libre, y en Egipto somos muy hedonistas. Vamos, que cuando me da el calentón, me cepillo al primero que se me cruza por delante. Que para eso soy la reina.

Cleopatra volvió a ahuecarse y de nuevo se escuchó un estertor, aún más potente que el anterior. La superficie del baño se cubrió de numerosas burbujas.

—Oiga, no me va a decir que eso tampoco ha sido un pedo —espeté convencido.
—¡Que le digo que no, que los dioses no hacemos esas cosas! ¡Guardias! ¡Doscientos latigazos a este…
—Déjese de milongas, señora —la interrumpí—. Que la he visto perfectamente cómo se ahuecaba y apretaba los dientes.
—Bueno, pues sí. Me he peído, ¿qué pasa? ¡A ver si una reina no se va a poder peer a gusto en su casa!
—Estando los dos en la misma bañera, le agradecería un poco de respeto. Si no es mucho pedir, claro.
—Está bien, hombre. No se ponga así, que ya no lo hago más —prometió.
—De acuerdo. Cambiando de tema… Ya que es usted una mujer instruida, seguro que puede resolverme una incógnita que trae de cabeza a medio mundo.
—Dígame.
—¿Cómo se construyeron las pirámides? ¿Usted lo sabe?
—¿Se refiere a las pirámides de Giza? —preguntó.
—Esas mismas.
—Por supuesto que sé cómo se construyeron. ¿Usted de dónde es?
—Yo soy de España. Bueno, me parece que ustedes todavía lo llaman Hispania.
—Bien. ¿Y usted no sabe cómo se construyen las cosas en Hispania?
—Las construcciones recientes sí, claro. Pero es que las pirámides de Giza fueron construidas en torno al año 2.500 antes de Cristo y…
—¿Antes de quién?
—De Cristo.
—¿Quién es ese?
—Un señor muy importante —aseguré.
—No será tan importante cuando yo no lo conozco —dijo Cleopatra con altivez.
—Claro, es que aún no ha nacido. Nacerá dentro de treinta y cuatro años.
—¿Qué es usted, una especie de adivino? ¿O es que me está tomando el pelo? Mire que ordeno que le azoten…
—Ni una cosa, ni la otra, señora. Lo que ocurre es que he construido una máquina que me permite viajar…

Interrumpí la frase. Si le hubiera contado a Cleopatra que yo provenía del futuro, de más de dos mil años adelante, no habría suficientes látigos en Egipto para asestarme todos los latigazos que habría ordenado infringirme por embustero.

—…que me permite adivinar lo que va a ocurrir en el futuro —rectifiqué mintiendo descaradamente.
—¿Ah, sí? ¿Es eso cierto?
—Totalmente.
—Dígame, ¿conseguiré por fin hacerme con el control del Imperio Romano y ser dueña del mundo? —preguntó con sumo interés.
—Pues ahora mismo no sé, tendría que consultarlo con mi máquina —volví a mentirle, sabiendo que a la Reina de Egipto le quedaban poco más de cuatro años para quitarse la vida tras la invasión de su país a manos de las tropas romanas dirigidas por el futuro emperador Augusto.
—Hagamos un trato. Usted me consulta mi futuro con su máquina y yo le explico cómo se hicieron las pirámides —propuso astutamente.
—Es que… no la tengo aquí. Pero usted cuénteme lo de las pirámides, que yo traigo la máquina otro día y le adivino lo que quiera.
—Ya, claro. Y yo me he caído de un guindo esta mañana.

Acto seguido, se ahuecó por tercera vez y soltó una estruendosa ventosidad, provocando un seísmo que hizo rebosar la leche de burra de la bañera.

—¡Tome! —rió señalándome con el dedo—. Este para usted, por charlatán.
—¡Pero bueno! ¡Esto es intolerable!
—¡Schhh! Como se queje, ordeno que le aticen trescientos latigazos por embustero —me amenazó—. Aquí, calladito y a aguantar el chaparrón.
—¡Ni hablar! No pienso seguir ni un minuto más en esta bañera, señora. ¡Me voy! —grité mientras me ponía en pie y recogía mis ropas.

De esta forma tan abrupta concluyó la entrevista, que poco tuvo de exitosa porque regresé al presente sin resolver el enigma de las pirámides y habiendo soportado las flatulencias de Cleopatra VII.

Y es que, si es cierto que la Reina de Egipto era la reencarnación de la diosa Isis, ya les aseguro yo que los efluvios de los dioses huelen igual de mal que los de los humanos. O peor, si cabe.

Se me viene a la cabeza un refrán que habla de reyes, papas y necesidades fisiológicas, pero no logro acordarme de cómo era exactamente. Si alguien lo conoce, le agradezco que lo escriba en un comentario.
FIN

https://www.safecreative.org/work/2005013834626-entrevista-a-cleopatra

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