
Mi tío Aurelio tenía dos penes. Digo “tenía” por dos motivos: porque ahora está muerto y porque solo le quedó uno; el otro se lo cortaron al morir. Pero ese es el final de la historia. Vayamos al principio.
Mi tío Aurelio, como decía, tenía dos penes. No de nacimiento, pues nació solo con uno. El otro, el segundo, le apareció sin causa explicable poco después de cumplir los dieciséis años. Aquello habría supuesto un auténtico misterio para la ciencia si no fuera porque la ciencia le ignoró por completo. Esto ocurrió así, como sigue:
Mi tío acudió al médico del pueblo, a escondidas de sus padres por vergüenza, y le dijo: “don Luis, que me ha salido otro pene”. “¿Pero qué dices?”, contestó el facultativo. “Sí, aquí, mire”, dijo mi tío desabrochándose el cinturón. “Anda, anda, Aurelito. Déjate de tonterías, que tengo mucho trabajo”, le interrumpió don Luis; y le echó del consultorio sin más miramientos. Esa fue la primera y última vez que mi tío visitó a un médico por este motivo.
Lo particular de aquel segundo pene de mi tío residía no solo en su existencia, sino también en sus características. La primera, la localización. Este miembro extraordinario se ubicaba en la cara lateral de la hemipelvis derecha, en lo que popularmente se denomina “la cadera”. Donde apoyamos la mano cuando ponemos los brazos en jarras, más o menos.
La segunda característica que lo diferenciaba del pene ordinario era su funcionalidad. O, más bien, su falta de ella. Este pene no le servía a mi tío para la micción, puesto que su uretra no debía estar conectada con la vejiga urinaria. Digo “no debía” porque dicha afirmación es una conjetura; como he mencionado, la comunidad científica no se interesó por su caso y jamás se le realizó exploración alguna, ni vivo ni muerto. Sí que poseía, en cambio, capacidad eréctil, cosa que mi tío tardó varios años en descubrir (más adelante explicaremos cómo sucedió tal cosa), pero no servía para procurarle placer. Al menos así lo aseguraba. “He estado toda la tarde dale que dale y nada; ni cosquillas”, solía decir.
Por lo tanto, el segundo pene de mi tío Aurelio era una especie de colgajo ubicado en la cadera derecha que de vez en cuando se ponía firme. Pero, y aquí viene lo más llamativo del caso, su eventual turgencia no obedecía a los mismos patrones que el pene ordinario, sino que respondía a estímulos completamente diferentes. Me explico:
Como es natural, el pene ordinario —el normal— de mi tío aumentaba de tamaño y dureza en situaciones de índole sexual, como (casi) todos los penes. Pero en esos momentos íntimos, el miembro “extra” —el segundo— permanecía completamente impasible. “Como si la cosa no fuera con él”, rezongaba mi tía, su mujer, con cierto resquemor.
Esto fue así durante años. De hecho, contaba mi tío Aurelio que en más de una ocasión estuvo tentado de cortárselo y echárselo de comer al perro. “Para lo que me sirve…”, decía encogiéndose de hombros. Pero mi tía, que era de no tirar nada, le decía que no, que a ver si un día le iba a pasar algo en el otro, en el normal, y así tenía un repuesto.
Pero un día ocurrió algo inesperado. Estaban mis tíos sentados en el sofá del cuarto de estar viendo un documental de animales de río —peces, patos, tortugas, etc.— y llegó el turno de los castores, esos simpáticos roedores acuáticos de prominentes incisivos y cola escamosa. Nada más aparecer uno de estos animales en pantalla, mi tío notó que algo raro le pasaba en la cadera derecha. “¿Qué es esto, qué es esto?”, gritó. “¿Qué te pasa, Aurelio?”, preguntó asustada mi tía. “¡El supletorio —como le llamaba él—, que se está poniendo duro!”, dijo mi tío echándose mano a la cadera.
Aquel día la cosa quedó ahí; ni mi tío ni mi tía relacionaron la erección del segundo pene con las imágenes que aparecían en la pantalla del televisor. Pero pocas semanas después sobrevino otro episodio revelador. Mis tíos me llevaron a mí y a mi hermana al zoológico de Madrid. Nos pusieron unas gorras amarillas para localizarnos fácilmente si nos perdíamos y nos lanzamos a ver jirafas, monos, hipopótamos, elefantes, cocodrilos, más monos… y, al pasar junto a una charca que simulaba el remanso de un río, aparecieron dos castores que se quedaron mirándonos como si nos conocieran de toda la vida. “¡Otra vez! ¡Me está pasando otra vez!”, gritó mi tío. “¿El qué?”, le preguntó mi tía. “¡El supletorio, que se está levantando!”.
Mi hermana y yo no entendimos nada —años después nos contarían el episodio—, pero mis tíos ataron cabos y concluyeron que la visión de los castores era la causa directa de la erección del segundo pene. Aunque esta deducción no fue inmediata; para corroborarlo mi tía obligó varias veces a mi tío a darse un paseo y comprobaron que, cada vez que regresaba junto a los castores, se producía invariablemente idéntica reacción. “Manda cojones —decía mi tío—, y que se me tenga que poner dura viendo un jodío bicho de estos”.
A partir de aquel día, mi tío decidió que a su segundo miembro había que darle alguna utilidad. Compró la colección completa de revista Fauna y flora y fue revisando uno por uno cada número hasta que encontró la foto de un castor, que recortó cuidadosamente y guardó en su cartera. De esta forma podía lograr que el pene supletorio se irguiera sin necesidad de ir al zoológico y sin esperar a que en la televisión dieran un documental de animales de río, y comenzó a utilizarlo como tercera mano o gancho accesorio. Les explico cómo era esto:
Mi tía, que era muy mañosa en las tareas de costura, practicó una abertura en todos los pantalones de mi tío, justo en el lugar en el que se albergaba el segundo pene. En estas aberturas cosió una cremallera o unos botones, dependiendo del tejido, de manera que mi tío pudiera extraerlo fuera del pantalón a conveniencia. Cuando mi tío iba, por ejemplo, a hacer la compra, sacaba la cartera, miraba la foto del castor, abría la bragueta accesoria para sacar el segundo pene erguido y colgaba de él una o dos bolsas, liberando de esta manera una de sus manos para otras tareas. Para no exhibirlo directamente y evitar escándalos innecesarios, mi tía le confeccionó dos fundas; una de lana para invierno y otra de algodón para verano y entretiempo.
También lo usaba para colgar el trapo de cocina mientras hacía la paella de los domingos, o las tijeras de podar cuando arreglaba el jardín, o la toalla cuando iba a la piscina… El caso era aprovecharlo. “Lo que no se usa, se atrofia”, aseguraba.
Con el paso de los años, el segundo pene de mi tío —y supongo que también el primero— comenzó a flaquear en dureza y, por tanto, en uso; a la par que sobre la fotografía del castor que guardaba en la cartera “se posaba el tiempo amarillo”, como decía el poeta Miguel Hernández.
Cuando mi tío Aurelio murió —y antes de que llegaran los de la funeraria—, mi tía sacó los enseres de costura, le cortó el supletorio y lo metió en un tarro lleno de salmuera. Nunca supimos para qué lo hizo, y ella tampoco nos lo quiso explicar. “Un día os lo voy a echar al cocido y no os vais a enterar”, decía riéndose. Desde entonces, cada vez que íbamos a comer a su casa nos asomábamos a la despensa para ver si el frasco con el pene en conserva seguía ahí, por si acaso.
Unos años más tarde falleció también mi tía. Los sobrinos decidimos que lo más apropiado era meter el tarro en su féretro y lo colocamos como si lo estuviera sujetando con las manos. El párroco del pueblo no dejaba de mirarlo de reojo mientras oficiaba el responso, pero el hombre, prudente él, no se atrevió a preguntar nada y no puso ninguna objeción.
Mis tíos no tuvieron descendencia y, que yo sepa, en ninguna rama de la familia se ha vuelto a producir un caso similar. Quizás sea una de esas peculiaridades que saltan una o varias generaciones, o quizás tan solo una mutación puntual y caprichosa. A pesar de ello, a veces sueño que un segundo pene brota en diferentes partes de mi cuerpo: en la cadera, en un costado, en la nuca, en la frente… y es un alivio despertar y comprobar que solo tengo uno.
FiN.
https://www.safecreative.org/work/2202190521039-el-hombre-que-tenia-dos-penes